Zombis navideños

   A principios del último mes del año, en el mayor centro comercial del mundo había comenzado ya la campaña navideña. A diario entraban y salían miles de personas, que a su vez hacían mover miles de euros cada hora en un afán irracional por consumir. La vorágine era tal, que se diría que hasta el más inmutable yogui perdería la calma y se uniría a la estampida de pasiones desenfrenadas que allí tenía lugar. Con los ojos desorbitados todos consumían, saltando entre espasmos de tienda en tienda, vaciándose los bolsillos por doquier a cambio de artículos que necesitaban a toda costa. Así, sin ningún atisbo de lucidez, la cual dejaban aparcada a las puertas del recinto, los clientes se convertían en zombis descerebrados movidos por el mismo impulso: el fantasma del consumismo. 

   En aquel escenario  del caos, el punto álgido se alcanzaba cuando todos consumían ya sin pensar en las consecuencias, movidos por la misma masa aplastante de la cual ya formaban parte. Y a modo de avalancha irrefenable, como yonquis en busca del éxtasis pasajero, tampoco se paraban a pensar que en medio de la vorágine había quienes, sin saberlo, también se iban consumiendo a sí mismos.

La bestia

   Los enfrentamientos con la bestia se contaban ya por decenas. De tanto en tanto ésta se agitaba y luchaba con vehemencia por salir de su jaula, por lo que la lucha se centraba tanto en reducirla como en reparar y volver a poner a punto la prisión que la recluía.  A veces, la pugna resultaba especialmente fiera. Tanto, que era capaz incluso de hacerle llorar. Y es que no era fácil dominar tremendo temperamento. 

   Hasta entonces siempre había salido victorioso. Sin embargo había aprendido, tras la enésima batalla, que el hecho de ganarla no significaba que fuera la última. El desenlace final (sí tenía claro que algún día habría un desenlace) se le antojaba, por otra parte, obvio: o lograba dominar definitivamente a la bestia interior, o al final ésta acabaría por devorarle las entrañas.

3.270

  Alcanzaríamos la cima al día siguiente, al amanecer.  Veríamos el sol aparecer por entre las nubes, desde el punto más alto de las islas, y observaríamos la gran sombra que a esas horas proyecta el volcán hacia el oeste.

  Pero fue aquella precisa noche, a las puertas del refugio de montaña, a 3270 metros de altura, cuando ocurrió lo mejor de nuestro pequeño periplo de dos días. Allí, abrazados bajo cientos de constelaciones que nos contemplaban recíprocamente, una de las estrellas nos hizo un guiño. Se había propuesto maravillarnos a la par, gratamente, para sellar en nuestras mentes un recuerdo inolvidable; de esos cuya magia radica en que no le pertenecen solo a uno, sino que se comparte con otra persona.

   Y así lo hizo. Aquella estrella fugaz quiso entonces dejarse ver como ellas lo hacen siempre, sin previo aviso, y quizás fuera ese hecho el que hiciera único tal instante. Pues es precisamente así como, en ocasiones, las cosas buenas  vienen... 

...y se van.

                                                                                                 Pico del Teide. Tenerife.

¿Por qué no?

  Llegado aquel punto de su vida, la decisión que se le planteaba delante no era fácil. Sin embargo, había madurado. Hasta entonces, sus preocupaciones iban encaminadas a la búsqueda de las razones, al análisis del ‘por qué’ de las cosas. Así, antes de embarcarse en sus proyectos se martirizaba durante días y días preguntándose a sí mismo qué pasaría si tomara uno u otro camino.

  Pero ya no. Una nueva manera de ver la vida se le presentó de repente, como quien ve inesperadamente una estrella fugaz, sintiendo cómo, en un instante, había adquirido un conocimiento cuyo rastro seguía desde hacía bastante tiempo. Y firme y decidido prosiguió, sonriente, al tiempo que se decía para sus adentros: «¿Y por qué no?».

Desidia

   Abandonado a su propia suerte, hace tiempo que la vida parece haberle dado la espalda.  Un extraño sentimiento de soledad le invade constantemente, y es tan fuerte que ni el ser más querido es capaz de menguarlo. De tal forma sus motivaciones han caído en el oscuro pozo del olvido,  su razón de ser pasado a mejor vida y su existencia empieza a carecer de todo sentido. Él lo sabe;  y sabe que necesita respuestas. El problema es que para ello requiere un esfuerzo del que carece.

   Yo, que lo observo alejado en la distancia, puedo llegar a hacer mis propias conclusiones. Y aunque él siga pensando que ha sido víctima de un abandono, que la propia vida le ha dicho “tú no”,  no puedo más que concluir que es él mismo el que se ha abandonado a sí mismo. De hecho, diría que dentro de ese estado melancólico se encuentra en lo más profundo del pantano de la tristeza, hundido hasta el cuello en medio del cenagal...  andando a ciegas a través del lúgubre campo de la desidia; allí donde ya nada importa, donde a uno todo le da igual y la lucha se vuelve inane por el propio convencimiento de que todo está perdido. Lo reconozco porque lo he visto. Lo reconozco porque he vivido algo parecido. Y sé, por tanto,  que las razones son a veces ininteligibles, por lo que si probablemente ni él mismo sea capaz de dar las propias de su apatía, yo aún soy menos apto para ir más allá de esta mera suposición.

   Así que, sin saber realmente qué es lo correcto, me limito a observarle de lejos. Y mientras lo hago, no dejo de preguntarme si acaso es el miedo a lo desconocido el que me impide acercarme más. Desearía entonces ser más listo para entenderle mejor. O brujo, para convertirme en su dragón de la suerte y sacarle del cenagal. Otras veces, sin embargo, pienso que no debería hacer otra cosa más que actuar, sin más, y sin dejar que me engulla a mí también la desidia maldita.

Pregunta trivial. Respuesta profunda (o viceversa)

   El debate que había propuesto el profesor pudiera verse de una manera tan bien trivial como profunda: «¿Qué creen que es lo más importante en una relación de pareja?» —preguntó a sus alumnos. Las respuestas que dieron los adolescentes fueron diversas. Para unos lo más importante era el atractivo físico. Afirmaban que no puedes estar con una persona que no te entre por los ojos, porque, entre otros aspectos, en el ámbito sexual la relación no funcionaría. Otros defendían que las cosas que ambos tuvieran en común (o las que no) son cruciales: ahí es donde yace la verdadera afinidad, pues es la parcela donde la gente comparte sus ideas y emociones. Unos pocos, por otro lado, decían que muchas veces son los bienes materiales lo que en el fondo importa a mucha gente; alegaban que aunque alguien te pueda gustar, de manera casi instintiva siempre vas a ir en busca de cierta estabilidad. Finalmente, un grupo aislado sostenía que lo más valioso es estar al lado de la persona querida incluso en los peores momentos.

   Al ver aquel alumno que no había abierto la boca en toda la discusión, el profesor quiso saber su opinión. Tras unos segundos de reflexión, su respuesta resultó poder ser tan trivial o tan profunda como la propia cuestión que se le había planteado: «Obviamente, ¡lo importante es el amor!» —exclamó, sin ningún atisbo de duda.

Unión

   A veces ocurre que sólo piensas en ti. A veces pasa que necesitas centrarte en tu propio camino sin querer saber nada del resto de la gente. Y esta tendencia al aislamiento puede venirnos por varios motivos, pero al cabo podríamos considerarla siempre como una conducta individualista.

   Sin embargo, también puede ocurrir que aparezcan personas. Personas especiales. De esas que siempre aparecen cuando menos te lo esperas, o incluso cuando ya has perdido la fe en que realmente existan. Y entonces, aunque reticente en un principio, acabas (¿inevitablemente?) dejándote llevar, compartiendo ese tipo de cosas que sólo reservas para algunas personas muy concretas. Lo haces de manera íntegra, siendo tú mismo, con esa naturalidad que tan bien te hace sentir cuando te sientes libre de expresarla; la vida te ha ido enseñando poco a poco la satisfacción que eso supone.

   Sin apenas darte cuenta, has consumado una unión inolvidable. Un nuevo compañero te acompaña fiel en el camino, y tú lo aceptas porque sabes que es una pieza muy preciada en tu búsqueda personal. Te alegras, porque, de igual modo, sabes que también te has convertido en un trozo importante de su andadura, sintiendo entonces que es una unión justa y profunda, fiel y orientada sinceramente hacia un bien mutuo. Así, corren tiempos en los que no vale mirar únicamente al suelo bajo tus pies, sino también al que está bajo los del compañero: para cuidarlo, para guiarle y para sentir de verdad lo maravillosa que resulta una compañía afín.

   Finalmente, puede que todo acabe más tarde o más temprano. La tristeza es inevitable cuando se rompen este tipo de nexos, y por mucho que uno se haya preparado para tal momento el dolor llega y nos invade. Pero es entonces cuando  nos conviene recordar más que nunca lo fundamental: que si bien la unión física desaparece, el lazo que junta las almas de los participantes permanece, eterno, en lo más profundo de los corazones.

Espejismo

   A veces creo verte.

   Paseo por la calle, tranquilo y como todos los días cuando, de repente, te veo a lo lejos, de espaldas a mí. Te veo de espaldas y cuando te das la vuelta desapareces sin apenas darme tiempo a pestañear, percatándome entonces de que tú no eres tú (quién sabe si, tal vez, en realidad nunca lo fuiste...).

   En tal instante, tras esa broma pesada, es cuando apareces una vez más en mi recuerdo, y se me antoja pensar que ese espejismo absurdo y repetido es fiel reflejo de lo que un día fue, de lo que un día creí tener y al final no. Entonces, aún sin estar presente, logras materializarte firme en mis pensamientos.

   A veces, en efecto, creo verte.

   Siempre dándome la espalda (tu preciosa espalda), jamás de frente... como si quisieras jugar conmigo, en silencio, para luego parecer arrepentirte.

   Y me doy cuenta de que el olvido es mentira, que la reiterada ilusión no es más que una traición del subconsciente, una erupción espontánea de recuerdos reprimidos que luchan con vehemencia por salir y explayarse a sus anchas: tal es la presión que hace indomables las grandes pasiones.

   Sí. A veces creo verte. De espaldas a mí, sin dar nunca la cara, pero siempre de igual manera: como una gran (des)ilusión...

Sin salir de la ciudad

   Viajar era una de las grandes pasiones de Ernesto. No obstante, económicamente hablando era un hombre más bien modesto, por lo que rara vez podía coger el avión o el tren para irse a otras latitudes. Así que cierto día decidió que lo mejor que podía hacer era entretenerse paseando a pie o en bicicleta por los rincones más diversos de la ciudad.

   Más allá de los grandes parques y avenidas peatonales, que también frecuentaba con asiduidad, empezó a disfrutar recorriendo los callejones y recovecos más escondidos. De tal manera había llegado a conocer de primera mano muchos lugares, personas y costumbres olvidados por aquellos que ostentan el poder, pero que son tan reales —y sin duda mucho más auténticos— que lo que a primera vista un turista cualquiera podría llegar a discernir.

   Ernesto aprendió entonces que la ciudad era grande. Lo suficientemente grande como para plantearse un buen viaje a través de sus barrios o para explorar mil rutas diferentes entre dos puntos distantes; para permitirse el lujo de tomar un poco de aire fresco en medio de la abrumadora monotonía diaria o para descubrir que los mejores rincones de la urbe no tenían por qué estar reflejados en los mapas ni en las guías. Ernesto aprendió, en definitiva, que con el espíritu adecuado podía llegar a hacer auténticos viajes sin salir de su propia ciudad.

Menudos poetas

   Muchos no saben ni escribir ni pintar, ni son artistas ni actores de teatro, pero son poetas...

   Para ellos no existen días monótonos. Desde que se despiertan por la mañana hasta el anochecer se presentan ante sus ojos mil situaciones dignas de su atención, un millón de pequeñas historias que bajo sus atentas miradas se tornan en grandes descubrimientos. Así, mientras unos (los mayores) perciben sus días como meras copias de historias ya acontecidas, ellos logran captar esos pequeños detalles que hace diferente cada uno de ellos, esos mismos detalles en los que a veces sólo los niños serían capaces de reparar. Y es algo que los mayores jamás podrían enseñarles, puesto que hace ya tiempo que la mayoría perdió ese don para siempre. 

   Sencillamente, está en la naturaleza de los niños ser de ese modo; siendo que sus miradas, lejos de acomodarse a lo estrictamente fundamental y práctico de las mil sensaciones que captan cada segundo, son capaces mejor que nadie de percibir la melodía inherente a cada escena. De este modo, para ellos cada día es una nueva canción, un espectáculo innovador y único donde jamás faltan preguntas por formular ni ilusión por descubrir.

   Y es así como los niños, aún sin poder escribir, ni pintar ni tocar música, son poetas...

Sábado noche

   Cuando María bailaba con Pedro era incapaz de ocultar su sonrisa.

   Ambos solían frecuentar con idéntica constancia una de las tantas discotecas latinas que había en la ciudad. La costumbre había hecho que a ellos les gustara ésa y no otra, así que, yendo por separado, se veían allí casi todos los sábados.

   Sin embargo, en verdad apenas se conocían. Llevaban compartiendo local y  baile desde hacía meses, pero las palabras que intercambiaron nunca fueron las suficientes como para considerarse algo más que simples conocidos. Aún así, María, siempre ataviada con sus mejores galas, solía esperar con ansias el momento en que Pedro la sacara a bailar: más tarde o más temprano nunca dejaba de hacerlo. Entonces llegaban los mejores minutos de la noche, en los que su compañero marcaba los pasos con suma elegancia a la par que ella se lucía como sólo con él sabía hacerlo. Habían logrado convertirse, de hecho, en la mejor pareja de baile del local, y su danza era aplaudida con júbilo incluso por otros bailarines muy diestros.

   Pero tras acabar ese vaivén que la embelesaba, para ella la noche solía estar acabada: un breve intercambio de palabras con su compañero y éste terminaba por disculparse con prontitud, para seguir la fiesta en otro lado. Así que luego de esperar —durante horas si hacía falta— su pequeño momento de gloria, no tardaba demasiado en abandonar el local. Como mucho tomaba alguna otra copa, para así poder contemplarle durante unos minutos más, mientras éste se entretenía flirteando en la barra con alguna moza de buen ver. Ella los observaba con la discreción propia de cualquier mujer, sentada en unos de los sofás del fondo, donde a su vez  dejaba que algún muchacho ingenuo le contara cosas que en verdad desoía. Hasta que, aún con la copa en la mesa y el muchacho con las palabras en la boca, decidía que allí no pintaba nada y lo mejor era marcharse. Y con parsimonia recorría a pie los veinticinco minutos que la separaban de su casa; le gustaba caminar porque era algo que le ayudaba a reflexionar, sobre todo en aquellas madrugadas de los sábados. Al llegar, se despojaba de sus atavíos, se duchaba y se ponía frente al espejo para quitarse el maquillaje con igual dilación. Muchas veces —la mayoría— las lágrimas le ayudaban, pues solían correr tristes por sus mejillas cuando pensaba y repensaba que Pedro, en realidad, nunca sonreía cuando bailaba con ella.

Escape

   Corría. Era lo único que era capaz de hacer en aquel momento. Correr sin pensar, sin saber de dónde venía ni adónde se dirigía, gastando toda esa energía (quién sabe de cuántos Newtons estaremos hablando) que tenía acumulada. No sabía si corría a la caza de alguien o si acaso huía de algún perseguidor, pero lo cierto era que jamás había sentido tanta fuerza en sus piernas: la noche era suya.

   Todo había comenzado con un gran sprint. No había más comienzo que ése, y ahora no había quien lo parara. Ni siquiera él mismo, de haber querido, hubiera podido contenerse. Corría solo. Corría solo por las calles, avenidas, callejones y demás rincones de alguna gran ciudad que ni siquiera conocía. Y en la soledad que daba la nocturnidad del momento, solamente algún coche se cruzaba en la lejanía de vez en cuando sin prestarle demasiada atención. Pero él, absorto en su sprint infinito, sentía cómo toda la fuerza que bañaba aquel extraño lugar bailaba al son de sus largas zancadas. Y a pesar de no dominar sobre nada ni sobre nadie, se sintió enormemente poderoso. Quizás porque, precisamente, sabía que en aquel momento no existía nada que lo dominara a él.

   Sin inmutarse vio como, más tarde, se sumaban dos más a su irracional carrera. Resultó pues que no era el único freak de la ciudad, y así quisieron hacérselo entender sus otros dos incansables compañeros. Siguieron esprintando con la misma intensidad minuto tras minuto, y fue por este hecho por el que acabó dándose cuenta, ante la imposibilidad del fenómeno, que aquello no era más que un sueño. Pero era tan magnífico que aún así estaba dispuesto a disfrutarlo al máximo. Y aceleró y aceleró, zigzagueando entre los obstáculos y saltando lo que fuera que se le pusiera por delante, hasta que se vio inmerso en medio de una gran marabunta de hombres corriendo en pos de sus pasos. Y todos huían en idéntico y riguroso silencio. Y todos corrían vigorosamente hacia adelante, sin más, sin un rumbo fijo, ante la impasibilidad de la jungla de cristal en la que estaban inmersos. Nadie —probablemente ni siquiera ellos— podría haber explicado aquel fenómeno inefable.

   Al final, acabaron por separarse. A pesar de lo maravilloso del momento, habiendo tenido la oportunidad de confraternizar —aunque fuera sin mediar palabra— con tantos otros iguales, estaba claro que cada uno tenía que seguir su propio camino: habían comenzado solos y solos debían acabar. Porque, a pesar de compartir un mismo escenario y trasfondo, cada uno de ellos tenía que ocuparse de sus propios asuntos. E intuyendo el final de tan bárbaro sueño, acabó por detenerse; y despertó, plácido, con una agradable sensación de libertad.


                                                                                                                                                                     Papillon - The Editors

Contador

   Aquella era su tercera copa. Había gastado su juventud en hacer todo lo posible para conseguir cada una de ellas; pero aún no estaba saciado. Le quedaban ganas, energías, juventud e ilusión. Seguiría entrenando para poder optar a alguna más. Y aunque los periódicos calificaran su victoria como ‘sufrida’, sólo él sabría decir cuánto. Pues más allá de la carrera estaban las horas y más horas de dedicación, de esfuerzo sobrehumano y de férrea autodisciplina. Horas en las que tocaba sufrir en silencio, de pensamientos trucados para olvidar la monotonía inevitable. Con piernas de hierro y voluntad de acero no se dedicaba precisamente a dar patadas a un balón con sobrevalorada destreza. Lo suyo, aunque menos célebre y mucho menos remunerado, era en verdad algo un tanto más duro: él era ciclista. Un deportista con mayúsculas. Y uno de los mejores.

Viaje insípido

   «Opino que  no por viajar más lejos te vas a traer mayores y mejores experiencias. Yo creo que podría viajar a otro pueblo del interior o a la isla de enfrente y sentirme más auténtico que viajando a las antípodas». Eso era algo que solía decir antes de este último viaje. Y ahora, tras el mismo, no puedo hacer otra cosa más que corroborar mis palabras.

   Algunas personas, durante los días antes del viaje, me preguntaban si estaba nervioso. Yo les decía que no, que si bien era algo que solía ocurrirme inevitablemente en otras ocasiones, en aquélla no podía negar que no sentía sino una indiferencia inexplicable.

   Nunca había llegado tan lejos. Era el viaje más largo que jamás había hecho. Íbamos a ir, nada más y nada menos, que a Tailandia (y, al final, a algún otro país alrededor). Y sin embargo, tras haber vuelto, no puedo más que decir que me encuentro aquí sentado queriendo escribir algo y sin tener nada que decir. Casi tan indiferente como en la partida, como si aquello hubiera sido un preludio de lo que el propio viaje me iba a hacer sentir.

   Tampoco puedo menospreciar nada. Sería poco sensato decir que ver y vivir toda esa cultura y formas de vida tan diferentes no me han aportado nada. Aun sin molestarme demasiado en informarme sobre la misma (y eso es algo que me autorepruebo), el simple hecho de observar siempre resulta enriquecedor en un sitio tan lejano. La decepción, por tanto, no viene dada por ese motivo.

   Pues más que escribir sobre estas tres semanas no me veo capaz sino de describir; de escupir palabras con cierta ilusión, sí, pero no con la emoción que desearía. Porque en el fondo más que un viajero me sentí siempre como un turista acomodado en simple viaje de placer. Y perdónenme si quizás hablo demasiado y sin mucha sustancia, pero yo creo que busco algo más que eso. Perdónenme también si tampoco les permito que me pregunten qué es exactamente lo que busco, porque admito que no sabría responderles.

   Y que me perdonen igualmente mis compañeros de travesía, pero he de decir que, si bien los buenos amigos pueden hacer el viaje mucho más divertido y suponer un apoyo incondicional en ciertos momentos, definitivamente no hay nada como atreverse a viajar en solitario...

Paralelismo invisible

   Cierto día llegó a mi correo electrónico una notificación del facebook avisándome de que "había sido etiquetado en una nueva foto". Se trataba de una vieja estampa del pasado, una de esas fotografías de grupo que cada año nos hacíamos en el colegio. Aquella etiqueta resultó ser algo más que eso: resultó ser un auténtico viaje en el tiempo, logrando disparar en mi imaginación una ristra de las más dispares elucubraciones.

   Habían pasado unos veinte años desde el flash de aquella fotografía. Para cada uno de los componentes de aquella clase habrían transcurrido miles de situaciones importantes, siendo aquel instante tan solo un pequeño punto en común para tantos caminos diferentes. Sin embargo pensé que, a pesar de lo jóvenes que éramos, ¿no podríamos considerar aquella época una de las más importantes? Al fin y al cabo fue entonces cuando comenzábamos a contruir lo que actualmente somos; aquella etapa constituiría la base de nuestras historias ulteriores.

   En efecto, sabía que en mi caso particular aquella foto reflejaba la época de mis primeros recuerdos sólidos. Eran los comienzos más enternecedores del aprendizaje de ciertos conceptos complejos como la amistad, el compañerismo, la responsabilidad o la disciplina —aunque algunos, probablemente, se habrían quedado a medias en la compresión de los mismos—. Empezaba a saber el significado de compartir, a planificar, a distinguir algo mejor lo bueno de lo malo y a entender que algunos se tienen que empeñar siempre en ser superiores a los demás. Y todo ello desde la base que en aquellos momentos comenzaba a tomar forma.

   Con tales pensamientos no pude evitar que la nostalgia se cerniera poco a poco sobre mí. Y de repente, como si de una película fantástica se tratara, empezaron a brotar a mi alrededor cientos de recuerdos que me transportaban veinte años atrás. Más allá del recuerdo físico, volvieron a mí multitud de sensaciones que juraría haber tenido por aquel entonces. Resultaban sumamente auténticas; tanto, que parecían venir directas del pasado, desde el rincón más infante de mi alma, para volver a florecer en mi pecho con tanta viveza como lo hicieron entonces.

   Porque fue como un verdadero viaje al pasado. Lejos de ser solo imágenes incoloras, se trataba de rememoraciones llenas de vida que parecían desdeñar el poder del tiempo. Y es así como retornaron a mí las antiguas canciones, los juegos inocentes, multitud de antiguos compañeros, la inolvidable manera de ser de la profesora o la sensación de empezar a tener la necesidad de saber el 'por qué' de las cosas. Y, especialmente, pude experimentar una vez más
—diría que casi de idéntica manera que en aquel tiempo la extraña y entonces totalmente nueva sensación en la barriga que produce el mero hecho de estar con una chica en concreto. Ignoro si revivir aquella primera y arcaica sensación de enamoramiento  fue real o tan solo fruto de mi imaginación, pero lo que sí puedo afirmar es que fue maravilloso.

   La nostalgia se convierte a veces en algo muy malo: tiende a dejar uno barado en el pasado, pasmado en el presente, y pensando que siempre se podían haber hecho las cosas de una manera mejor. Así, mientras la vida real sigue avanzando sin esperarte, acabas por atormentarte preguntando al viento "qué habría pasado si...". Precisamente, mientras mantenía mi mente ausente del momento actual, me entretenía curioseando las fotos más recientes de los que también habían sido etiquetados, y que ya no eran tan niños.

   Al final, tras ese rato de reflexión y nostalgia, comprendí que cada uno tomó el camino que inevitablemente debía haber tomado. Cada uno de los personajes de aquella foto seguiría trazando una línea recta diferente que se alejaría cada vez más del resto. Y sin embargo, como todas las rectas secantes, pensé que en verdad estarían marcadas de por vida por un mismo punto en común, representado por aquella estampa. El mismo punto que, en el fondo, nos haría conservar para siempre cierto pararelismo invisible en nuestras existencias; tan sutil que se vuelve imperceptible hasta para nosotros mismos.


Vaticinio

Si fuera capaz de exprimir al máximo cada instante...
Si supiera cómo convertir la simple información en conocimiento...
Si pudiera extraer la esencia de cada uno de los momentos vividos...
Si lograra aprender la lección maestra que brinda cada situación...
Y si alcanzara, mediante la reflexión, la cota más alta posible del "por qué"...

Llegaría a mis entrañas el miedo a verme tan cerca del final. Y despertaría, alividado, abandonando al momento tremenda abstracción. Pues creería que probablemente aún sea muy pronto para alcanzar tales aspiraciones.

Deslízate

   A Pedro le gustaba tener las cosas controladas. Muchos aspectos de su vida tenían un sentido, marcado por algún propósito que normalmente estaba bastante claro. Sin embargo, era consciente de que había ciertas ideas para las que marcar un objetivo concreto no solo resultaba verdaderamente imposible, sino también contraproducente. Intentar trazar un rumbo para algunas cuestiones un tanto etéreas resultaba, pues, una tarea inútil.

   Y es que la vida le había enseñado que a veces es preciso dirigir sus fuerzas en la misma dirección del fluir natural de las cosas. Dejándose llevar por sus sentimientos más estrambóticos, pero siempre al ritmo marcado; sin forzar la situación. La idea era ir observando minuciosamente los pequeños detalles que el camino le mostraba para, primero, esclarecerlos, y luego intentar establecer poco a poco sus entonces cada vez más focalizadas intenciones.

   Y así era como Pedro, sin llegar a tener el control absoluto, podía llegar a sentir mucha más libertad de la que habría conseguido tratando de tomar el control. Era así como Pedro, sin ir en busca de ese objetivo tan difuminado, decidía de tanto en tanto que a veces era mejor lanzarse. Y deslizarse. Y dejar, disfrutando paciente del paisaje, que fuera la propia meta la que se concretara ante sus ojos, en verdad, aún tan inmaduros.

Chito

  Él tiene otro tipo de preocupaciones. Él no posee coche, ni hipoteca y tampoco tiene que poner el despertador cada noche para no levantarse tarde. Probablemente no conozca ese concepto que denominamos stress, y diría incluso que muy pocos de sus sueños acabaron convirtiéndose en pesadillas.

  Su mirada sólo denota inocencia. Y cuando observas con detenimiento sus ojos entiendes que es imposible que ese pequeño ser sepa lo que es jugar a dos bandas; nunca entendería lo que significa la falsedad tan común en nuestro mundo, si es que de alguna manera pudiéramos llegar a explicárselo. Él, de hecho, jamás se pondría a tu lado, en silenciosa compañía, si verdaderamente no tuviera ganas de hacerlo en ese momento.

  Para él lo importante es otra cosa, pues su vida es más tranquila que todo eso. Cuando quiere comer, come, y cuando quiere jugar, juega. Y cuando juega pone todo su empeño en ello. Tanto, que puedes llegar a notar cómo pone todos sus sentidos en tal tarea, como si en ese momento no hubiera nada más relevante en lo que pensar. Sería fácil concluir que su comportamiento instintivo lo hace un ser relativamente simplista.

  Y quizás sea gracias a esa sencillez en su personalidad por lo que, al mirarlo, presienta que su comportamiento amoroso no es disimulado, sino tan puro como falto de complejidad. Claro como el agua, transparente. Que cuando se cabrea y ladra como si le fuera la vida en ello al ver una situación violenta no actúa, porque en verdad le rompe el alma y le duele ver algo que considera malo. Es entonces cuando pienso que a veces el instinto innato supera a cualquier moral artificial que nosotros hayamos inventado. Una moral que, aunque benévola, siempre estará circunscrita y bañada por la gran complejidad de nuestro comportamiento racional y "evolucionado".

  Con Guanchito eso no pasa, pues él, aunque sencillo, resulta ser moralmente impecable.



Miedo

    La sensación es de miedo.
    Es el motivo por el que las lágrimas bañan a veces mis ojos hasta casi llegar a derramarse. Pero en verdad lloro mucho más por dentro. Y esto, potencialmente peligroso, puede hacer que uno al final acabe estallando en mil pedazos.
    La sensación es de miedo. Supongo que similar al que otros podrían llegar a sentir ante otro tipo de situaciones probablemente mucho más trascendentales que a mí, quizás, no llegaran a dejarme demasiadas huellas. Mi miedo es semejante y diferente a la vez. Banal a ojos de unos; pero vital dada mi circunstancia.
    Mi miedo es a caer y no poder levantarme. A no superar el obstáculo que otros se empeñan en poner en mi camino. Porque hay lecciones que creía tener bien aprendidas pero siempre surgen situaciones que delatan mi debilidad, alcanzando de lleno a mi orgullo y dejando al desnudo mi delicado temperamento.
    Se trata de no tener más fuerzas para seguir. A dejar, sin saber cómo evitarlo, que la opinión ajena influya sobremanera en mi proceder. A lamentarme tanto de mis defectos y errores pasados que llegue a olvidar las virtudes que me permiten seguir adelante. A olvidar, en definitiva, que no importa cuán fuerte puedas ser capaz de golpear, sino con cuánta fuerza puedas llegar a ser golpeado y seguir adelante.
    Pero al menos me enorgullezco de verlo claro: mi miedo no es otro que el de sentir una vez más el fantasma del fracaso intentando envenenar mis venas. Sin embargo esta noche no me voy a lamentar más. Esta noche he decidido dejar descansar mi química...
                                                                                                                                           

                                                                                                               Interpol - Rest my chemistry

Punto final

   Más tarde o más temprano la vida a veces se tuerce de tal manera que ya nada sigue como hasta el momento. Para bien o para mal, a unos se les presenta ese tipo de giros una o dos veces en la vida, mientras que a otros —quién sabe si por caprichos del destino o de ellos mismos—, esos puntos de inflexión llegan algo más a menudo. Pero nunca en exceso: si no, probablemente, no tendrían la trascendencia necesaria para calificarlos de tal manera. Otras veces, esos puntos resultan ser el final de la historia.

   Ella lo sentía; lo sentía en su interior. Sentía que otro de esos puntos de inflexión llegaría en un tiempo no muy lejano, y le aterraba un poco no saber si supondría un cambio bueno o malo. A veces —no sabía por qué— le daba por pensar que no sólo sería para mal, sino que resultaría especialmente nefasto.

   Fue por ello por lo que se desplazó hasta el otro extremo de la isla para visitar a un quiromántico que había logrado hacerse con cierta fama. Según éste, viviría aproximadamente hasta los ochenta, y la muerte le llegaría en forma de ataque al corazón. Tras preguntarle sobre la oscura idea que le atormentaba, el famoso lector de vidas ajenas prometió no ver nada al respecto. Se dispuso, pues, a regresar a casa, sin más información que la de una larga vida por delante. «¿Y a mí eso que me importa ahora mismo?» —se preguntaba a sí misma, frustrada, mientras arrancaba el vehículo.

   Entonces sucedió el accidente. Un fanático de la velocidad intentó su enésimo adelantamiento pasando a su coche por la derecha, desde el carril izquierdo por el que venía acelerando. Ella ni lo vio venir. Tras mirar por el espejo retrovisor el entonces libre carril derecho, se dispuso a ocuparlo cuando el veloz BMW apareció de repente a doscientos por hora, provocando el roce previo a las incontables vueltas que pasaron por delante de sus ojos. Ahora veía el mundo al revés y enrojecido, en medio de un gran amasijo de hierros y cristales; todo había sucedido demasiado rápido, incluso las ambulancias no tardaron en entrar en escena. Y mientras oía cada vez más vagamente el sonido de las sirenas, se preguntaba si tal vez hubiera sido mejor no ir en busca de sus ideas más oscuras... y si el dichoso adivino habría acertado en su pronóstico.

Romántico


Cuando el romanticismo tiene muchas acepciones, y no todas son válidas o alcanzables para todos, sólo cabe esperar que aquellos enamorados de las fantasías encuentren al cabo las razones de su existencia o mueran, satisfechos, en sus irracionales intentos...

  No me llames romántico, si con ello me tomas por alguien que ha encontrado el amor. Ya no soy aquél sentimental que añoraba lo que ahora se me antoja bien lejano. Ahora sólo pienso que tal adjetivo no me identifica; al fin y al cabo, tal como yo lo veo, no es un romántico quien ama y no es amado.

  Llámame virtuoso, vivaz y generoso. Pues sin serlo al completo, al menos considero ésta una búsqueda más palpable. Y sin saber si el soñar sigue siendo mi mejor o peor cualidad, ahí sí que acertarás si, en tu empeño, 'romántico' me sigues queriendo llamar.

  Te dejo que me tomes por loco, o por un temerario desquiciado. Discúlpame si me salto el protocolo y tus reglas estereotipadas. Lamento si mi idea del sentimiento difiere de la tuya y la de los tuyos. Pero yo, soñador empedernido, aún siendo veterano salvador de circunstancias, no puedo luchar contra la naturaleza terca de mi ser.

  Seguiré pues buscando en mis andanzas —de formas más o menos ortodoxas— drenajes efectivos que hagan fluir los sentimientos más profundos; haciendo volar mis fantasías más apasionadas y satisfaciendo, al cabo, mi innato romanticismo interior sediento de horizontes lejanos (y, lo admito, quizás igual de irrelevantes).

  Y ya sólo me resta decir que en esta búsqueda de mi propia cordura —perdida, tal vez, en aquel sentimiento frustrado—, si bien un día estuve loco de amor, hoy, porque sueño y soñar, siento que no lo estoy...

  ...pero sí conservo —intacta— mi natural pasión.

Lección de peregrino [4]

   Si la lluvia y el viento hubieran sido su único problema aquel día, posiblemente no habría acabado tan hastiada. Pero no fueron estos los únicos elementos adversos a los que tuvo que enfrentarse. Los caminos, especialmente largos, se mostraron más duros que nunca, y el barro formado por la intensa lluvia no facilitaba precisamente su andadura.

   Le hubiera gustado tener a alguien a quien expresar las intensas emociones de rabia y frustración que sentía en esos momentos, pero por aquellos parajes tan exigentes no había visto pasar más que a su propia sombra; y sólo durante un rato, hasta que el sol fue ocultado por los nubarrones. No obstante, a veces se sorprendía a sí misma dando gritos al aire, maldiciendo el día que le había tocado vivir.

   Sin embargo y a pesar de todo lo ocurrido se encontraba allí, resguardada en una pequeña cueva que le proporcionaba un merecido descanso, a un tiro de piedra del pueblo donde acababa su ruta; sana y salva, triunfadora. El tiempo, además, decidió en esos momentos hacer tregua. Y sí, sin duda fue el día más fatigoso al que hasta el momento tuvo que enfrentarse, pero, ¿acaso no fue también, ahora que casi había acabado, el más satisfactorio? Pues el logro fue suyo. Y los métodos usados también; no se abandonó en ningún momento ante la adversidad, llegando a su destino por méritos propios.

   Consciente de la hazaña que había protagonizado, supo convertir entonces su hastío en orgullo propio, convencida de que, entre más raídas quedaran sus botas y mayor cantidad de sudor derramara en los días más duros, mejor disposición adquiriría para absorber todas las enseñanzas del camino. Pues al fin y al cabo y según había oído alguna vez, "la flor que crece en la adversidad es la más hermosa".

Un viernes más

Como todos los viernes a primera hora de la mañana, el profesor de “Fundamentos” pasaba lista a sus alumnos con la habitual parsimonia que le caracterizaba:

—Quevedo Martín, Aurora. —Tras nombrar al alumno correspondiente, acostumbraba a tratar de buscarle con la mirada puesta encima de la montura de sus gafas.

—¡Presente!—respondió ésta, como sobresaltada, para luego dejarse ver levantando la mano con visible desgana.

“Fundamentos” —así era como los estudiantes denominaban a la asignatura “Bases teóricas y fundamentos de enfermería”— era una de esas asignaturas que, o bien podías odiar profundamente o bien verle un cierto atractivo que el resto de compañeros jamás comprendería.

[...]

Descargar el relato completo clicando Aquí.

De la bondad y otras fuerzas misteriosas


   No es lo más cómodo ser bondadoso. La indiferencia o la propia maldad tienen a veces una atracción inexplicable. ¿Cuántas veces nos comportamos de una manera que en verdad sabemos que no es la correcta? Y sin embargo seguimos en la misma línea, sin bajarnos del burro, para no tener que enfrentarnos a la adversidad que supondría actuar de la manera más honesta; la que mejor nos haría sentir.
   A todos nos viene de serie esa pequeña alarma que nos avisa de que el derrotero tomado podría no ser el adecuado. Se manifiesta de varias maneras: unas veces en forma de remordimiento, otras provoca que nos enfademos inexplicablemente (hasta que nos damos cuenta de que el motivo viene de nuestro interior) y otras, por ejemplo, nos hace sentir avergonzados. Pero esta alarma no actúa de manera individual. A veces puede llegar a ser inhibida en mayor o menor medida por nuestros propios pensamientos —“todos los demás lo hacen”, “no es para tanto”, “no podías hacer otra cosa”...—, resultando que dejamos de ser capaces de oír cómo suena, por mucho ruido que haga. O tal vez sea que nosotros mismos nos entrenamos para hacer oídos sordos para evitar complicaciones.
   Lo ‘no bondadoso’ atrae. Y esto, de hecho, es algo que muchas religiones saben muy bien, tratando de establecer normas fijas e incuestionables —mandamientos— para hacer que sus fieles no sean embaucados por esa misteriosa fuerza que les lleva a no seguir el camino del bien.
   Y la cuestión es la siguiente: ¿qué nos incita a ello?, ¿qué nos mueve a no llevar a cabo lo que en el fondo queremos ser?, ¿por qué nos dejamos llevar por esos factores secundarios a nuestro verdadero y bondadoso objetivo, esto es, aquél que no dispara la alarma interior, que nos hace sentir satisfechos? La respuesta la ignoro; pero no es la única que desconozco. Pues, si bien se puede cuestionar sobre la naturaleza de estas fuerzas, sería ridículo no preguntarse a su vez por qué resulta tan importante el hecho de ser bueno —cuando sería más fácil seguir simplemente el instinto de supervivencia, tratando de conseguir siempre lo mejor para la propia persona—. Siendo que pudieran entrar factores como la moral o la educación, me permito introducir en esa ristra de factores la fe. Fe en que actuar con bondad es lo correcto, pues al fin y al cabo es lo que uno puede sentir en el interior; considero que ese sentimiento es precisamente la justificación necesaria para actuar de esa manera, contribuyendo a su vez al aumento de la propia fe y siendo ésta la que, al final, nos dé la fuerza necesaria para no dejarnos llevar por la indiferencia.
   Así, termino este texto tal como lo comencé: con afirmaciones difusas y preguntas sin respuestas claras; teniendo claro que, si bien éstas pueden tomar mil formas diferentes, siempre quedarán las sabias afirmaciones de filósofos del pasado para no perdernos demasiado en la búsqueda. En cuestiones atemporales, el tiempo y el contexto poco tienen que decir. Y sabiendo entonces que lo más cómodo no es ser bondadoso, y que la indiferencia o la propia maldad tienen a veces una atracción inexplicable, les dejo con estas bonitas y añejas palabras, impasibles ante el paso de los siglos, que un sabio nos legó allá en el s. II...

 
"No te comportes como si fueras a vivir miles de años. Lo inevitable se cierne sobre ti: mientras vivas y puedas, sé bueno."
"¡Qué tranquilidad, la del que no observa lo que su vecino ha dicho, hecho o pensado, sino que se preocupa sólo de que sus actos sean justos y santos! Como el buen corredor, no mires a tu alrededor, corre directamente a la meta, sin distracción."
"Si reflexionas con atención verás que todo lo que sucede, sucede justamente. No me refiero a una sucesión de causa y efecto, sino a una ley justa, casi como si un ser retribuyera según los méritos. Sigue como hasta aquí y, hagas lo que hagas, actúa como un hombre bueno, en el sentido propio de la expresión. Observa esta regla en todas tus acciones."
"La perfección moral consiste en transcurrir cada día como si fuera el último, sin excitación, sin torpeza y sin simulación."
Del libro La Sabiduría de Marco Aurelio.


Lección de peregrino [3]

   Las personas que le habían acompañado desde el inicio del camino se contaban por decenas. Algunas de ellas habían logrado llegar a su corazón de una manera insospechada. Otras, por irrelevantes, caían rápido en el olvido. Y los momentos que en ambos casos podía compartir con ellas podían ser más o menos prolongados en el tiempo, pero había aprendido que ese factor no tenía por qué ser necesariamente importante.

   A veces, pues, tenía la fortuna de caminar acompañada. Y otras la suerte venía dada por el hecho de poder viajar en soledad. La misma soledad que, al final, acabaría siempre acompañándole: ésa era una de las pocas verdades de las que podía estar completamente segura.

   En efecto, era consciente de que, por muy bien que estuviera con alguien, las circunstancias siempre podían tornarse adversas incluso en el momento menos esperado. Los aspectos del camino que podían considerarse atemporales y estáticos eran muy pocos. «Todo cambia», se decía a sí misma cada vez que al sendero se le antojaba mudar de aspecto. Siendo que cada amanecer traía consigo un mundo nuevo por descubrir, cada uno de ellos le enseñaba un detalle más que, por muy ínfimo que fuera, le mostraba nuevas maneras de sobrellevar mejor su andadura.

   Siguió entonces descubriendo verdades al son de sus propios pasos, sin olvidar nunca que, sola o acompañada, ella siempre podría contar consigo misma; eso sí que no cambiaría nunca.

Lección de peregrino [2]                                                                                   Lección de peregrino [4]

Podrido

      Pulcro en su estampa, diligente trabajador
      hombre de puesto relevante que,
      incluso en el grupo más chic, llama la atención.

      Hasta que llega a casa y se destapa,
      dejando caer su fachada impecable,
      liberando al aire una piel que exuda,
      exuda, exuda y más exuda
      los mayores miedos y frustraciones
      que se pudren -en silencio- en su interior.

      Y un olor repulsivo sale de la habitación,
      desprendiendo un hedor húmedo, cargado;
      como a mueble antiguo y obsoleto.

      Sin embargo es un cuarto colorido y juvenil
      que transmite modernidad en cada rincón;
      pinturas plásticas en las paredes impolutas,
      mobiliario de revista y,
      al fondo, ordenador de última generación.

      El sol entraría con gusto por la ventana,
      encendiendo los vivos colores,
      si a ésta no la mantuviera tan cerrada.

      Pero la entrada está prohibida.
      Nadie irrumpe allí sin él saberlo,
      pues quien lo hiciera se percataría
      fácilmente
      que el hedor no es propio del  recinto,
      sino del triste sujeto que la habita
      sumido en desolación constante,
      y experto manipulador de apariencias.

      Y pulcro en su estampa es, diligente trabajador,
      hombre de puesto relevante al que, sin embargo
      se le va pudriendo -poco a poco- el corazón.

Lección de peregrino [2]

   Ese día no anduvo sola. Casualmente se juntaron en el camino muchos otros caminantes que, como ella, llevaban ya una gran distancia recorrida. Pero no vio ánimo en sus rostros. Al contrario, no percibió más que desolación y frustración, cansancio y desgana. Los caminos anteriores habían hecho mella en su voluntad de tal manera que incluso sus mochilas se aligeraron. Y es que ya no portaban esperanza.

   Ella quería llegar. Era su máximo deseo. Pero no sabía si estaba vacunada contra el virus que podía haber ocasionado la gran plaga que veía ante sus ojos. Al menos había procurado siempre apuntar en su libreta las lecciones de cada día, así como sus ideas y motivaciones más profundas. Aprovechó entonces aquél momento de reflexión para sacarla y anotar sus pensamientos.

   Pero no se trataba de ninguna epidemia. Si hubiera habido un brote, de hecho, habría sido desde el interior mismo de cada persona. Pues en realidad fue cada una de ellas quien tomó esa decisión; cada una de ellas, al fin y al cabo, había abandonado las propias motivaciones que tiempo atrás habían sabido hacer madurar también desde el fondo de sus corazones. Aquellas personas, en definitiva, se habían abandonado
a sí mismas.

   Fue precisamente eso lo que ella decidió escribir en su libreta. Y no necesitó más que tres palabras para resumirlo a la perfección:
«08/04/2010. Prometo no abandonarme», anotó sin escuetos.


Lección de peregrino [1]                                                                    Lección de peregrino [3]

Lección de peregrino [1]

   Llevaba en su mochila todos sus enseres personales, abrigo, comida, agua y algo de lectura. También portaba algunas de sus lecciones aprendidas, pues acostumbraba a escribir un diario donde relataba parte de sus andanzas. Así podría recordar en el futuro las experiencias más llamativas del presente.

   –¿Qué llevas ahí? le preguntaban algunos curiosos al ver su mochila.

   –Mi casa le gustaba responder. Lo que llevo es mi casa.

   Y era verdad, puesto que en el fondo no necesitaba nada más para ser feliz. Era un valor moral que formaba parte de sus creencias personales, aunque tampoco pretendía con ello engañarse a sí misma: sabía que la austeridad no era fácil de llevar en el mundo ostentoso que le había tocado vivir. Pero ella al menos lo intentaba, y ese simple hecho le satisfacía.

   Había comenzado con la mochila bien cargada. Pero con el paso del tiempo se daría cuenta de que, a efectos prácticos, cualquier peso añadido no hacía más que incrementar el sufrimiento del viaje que le había tocado emprender. La austeridad había pasado entonces de ser ese valor moral que ella misma se había impuesto a una necesidad vital para el éxito de su marcha. Se preguntó entonces si es que acaso había sido, hasta entonces, esclava de sus propias pertenencias más insustanciales.



Lección de peregrino [preámbulo]                                                                    Lección de peregrino [2]