El pantano

   Me encontraba en un lugar sucio y maloliente de mi mente. Todo era escalofriantemente tétrico, oscuro y tenebroso... todo sombras en un lugar sin sol. Aquel apestoso olor que se desprendía por doquier parecía poder atravesar cualquier barrera que pusiera entre el exterior y mi nariz. Sin embargo no era el hedor lo que más afligía a los sentidos, sino la visión de aquel paisaje sombrío y desolado. Era como ácido que caía a gotas sobre mis ojos, como mezquinas agujas que se clavaban directamente en el corazón para hacerme daño de la manera más ruin.

   Caminé -no tuve más remedio- por entre la basura y los rastrojos, abriéndome paso como podía a través de cortantes hierros herrumbrosos y amenazadores cenagales. Estos parecían pugnar entre ellos para ganarse el derecho de ser mis eternos anfitriones. Pero yo lo sabía, y los evitaba a toda costa. Recordé lo que le había pasado a Artax, el caballo de Atreyu, cuando cayó prisionero de la melancolía al intentar cruzar el pantano de la Tristeza... no siempre iba a venir un dragón de la Suerte para salvarme. Sabía que si me detenía sería el fin. Si me dejaba paralizar por las circunstancias acabaría por formar parte de aquellos oscuros colores y olores, por lo que seguí caminando hasta abandonar aquel paisaje de amargura.

   Mi cuerpo acabó ciertamente dañado y mi mente catatónica. Pero el esfuerzo había valido la pena porque ahora estaba seguro y podía sentarme un rato a descansar. Miré hacia atrás y contemplé con orgullo lo que había superado. Luego, enfrente, observé un paisaje diferente. Mis ideas volvían a flotar por el aire de manera fluida, se hizo nuevamente la luz y resurgieron de entre las sombras todas las cosas y personas que me gustan. Y seguía, con todo, dentro de mi mente, no muy lejos del maloliente cenagal.

   Un día -estaba seguro de ello- volvería a encontrarme en la misma tesitura y con suerte y esfuerzo retomaría el camino de vuelta. Con mucha probabilidad se repetiría el proceso repetidas veces tal como lo había hecho de aquí para atrás. Al menos sabía que cada vez lo pasaba con mayor soltura, pero me atormentaba la idea de que no podía asegurar que esto seguiría siendo así. Fue entonces cuando, cierto día, cogí una pala y un azadón y me propuse ir destruyendo poco a poco aquel indeseable rincón de mi mente.

   No fue poco el trabajo que realicé durante incontables semanas ni despreciables las gotas de sudor que sobre aquella tierra vertí, pero lo cierto es que tras muchos meses de ardua faena no había conseguido absolutamente nada. Todo lo que con mi pala quitaba volvía al día siguiente a regenerarse, y los pantanos brotaban nuevamente de la nada al poco de haber achicado sus sucias aguas. Probé incluso introduciendo animales y plantando árboles para darle un poco de vida, pero nada de aquello permanecía más de dos días. Abatido, no pude evitar que el desaliento se fuese apoderando de mi ánimo, y desistí.

   Salí abrumado otra vez hacia lugar seguro (aquella ocasión, debido a mi desilusión, me costó muchísimo abandonar el pantano). Conseguí olvidarme poco a poco de mi fracaso y me centré en otros asuntos. Curiosamente fue una etapa en la que me faltaba tiempo para hacer todo lo que quería; siempre estaba entretenido con algo o con alguien.

   Pasaron así varias semanas y me di cuenta de que hacía tiempo que no sentía curiosidad por lo que ocurría en las catacumbas. Sin darme cuenta, me había alejado considerablemente de las mismas, ya que con tantas tareas me iba moviendo por diferentes lugares. Y tan lejos me había marchado que no pude encontrar durante días los cenagales, pero cuando finalmente los hallé, caí en la cuenta de que lo que realmente había ocurrido es que tampoco me había alejado tanto como pensaba... ¡el pantano era ahora mucho más pequeño! Era como si hubiera caído en su propias garras: al no haber nadie que se interesara por él estaba siendo consumido por su propia tristeza. Tampoco podía asegurar que esta fuera la verdadera causa de su progresiva extinción, pero lo relevante entonces era que su abandono suponía un obstáculo menos para la fluidez de mis ideas.

   Me fui, pues, a proseguir con las tareas que momentáneamente había apartado. Y no volví a pasar por aquel lugar en largo tiempo.


Tamarán, 1478

Cuando a otros afligía, era del gusto de Bentejuí observar la calima acercarse desde el mar. Tras percibir el característico olor del extraño fenómeno, disfrutaba subiendo a lo alto del risco para mirar allí donde cada mañana el sol siempre aparecía.
Tiñendo todo de de naranja a su paso, veía al siroco acercarse y establecerse, para luego desvanecerse en poco tiempo.
Un día otro fenómeno avanzaba igualmente desde lo desconocido. Era otro color el que traía, y su olor, diferente, no viajaba desde donde salía el sol. Ninguna de las dos sensaciones le gustó, y se preguntó, al tiempo que le atravesaba un pequeño escalofrío, si el suceso acabaría finalmente por esfumarse.

Gonzalo

Claro ejemplo de sabiduría popular, oírle hablar es un constante aprender de las experiencias de la vida a través de sus historias. Gonzalo, cubano él de pura cepa, es un hombre sencillo. Captando la esencia de la vida montado en su peculiar bicicleta, ha llegado a convertirse en un hombre que ha sabido aprender que con las cosas sencillas se puede ser enormemente feliz. Y es que él sabe vivirla porque ha llegado a comprender qué es lo más importante de ella. No hay más que observar sus ojos llenos de vivencias, su rítmico andar o sus brillantes ocurrencias para saber que bajo esa aparente sencillez se esconde alguien que podría entender mejor que nadie las cosas complejas de la vida.

No es un hombre poderoso, pero sabe que si quiere conseguir algo nunca va a tener ningún problema gracias a su ingenio y picardía. Pero él sabe mucho, y precisamente por eso sabe conformarse con poco. Me pregunto, incluso, si es que acaso Gonzalo habrá descubierto el gran secreto de la vida…

Él, repito, es cubano. Sabedor de lo que acontece en las altas esferas de la sociedad o de sobrevivir en el lado más hostil de la calle. Es cubano para saber divertirse en cualquier lugar y es cubano para ver que las cosas también se disfrutan pausadamente. Para ser pendenciero cuando la situación lo requiere o para entregar el más sabio consejo en un momento de desesperación. Consciente de que personas hay muchas y experto en tratarlas a todas, sabe ganarse la confianza tanto de unos como de otros, convirtiéndose prontamente en amigo del ricachón y del mendigo.

Es Gonzalo, el cubano, humilde como ninguno, carácter noble de aventurero, repartidor de mil historias repletas de lujos y penurias. No dudes que también repartirá su bocadillo –siempre a partes iguales- si es que acaso no tienes nada que comer. Tú pídele ayuda que él vendrá raudo en su bicicleta para solventarlo. Tómate unas cervezas con él y verás todo lo que se esconde bajo esos ojos claros y esa piel tostada, como curtida y cuidada a conciencia por el sol de la vida.

Un mar de sueños (el marinero que dejó de soñar)

Dormía el buen marinero durante su viaje en el mar
Dormía y soñaba mientras miraba al horizonte... dormía despierto
Y despierto pensaba, soñaba, en su destino ansiado
En todas las cosas que haría al llegar
En su mente, unas tras otra, mil aventuras surgían
Pensaba con orgullo en las mil personas que conocería
Pero dormía, sin embargo, el buen marinero, a pesar de estar despierto...

Y lo sabía; sabía que en la vigilia vivía su propia falsedad
porque aquél no era un viaje directo... tendría que esperar
sólo entonces lograría convertir el sueño en realidad

No hubo otra manera de aprenderlo
sino en su largo y problemático vagar...

Hasta que ahora se dio cuenta de que despierto, dormía...
... y entonces despertó de verdad

Entendiendo que no habían atajos que valieran en su viaje
dejó de encontrar razones para soñar
pues en ese largo y problemático vagar aprendió
que quien navega en un mar de sueños
es más propenso a naufragar

La sensación olvidada

¿Qué extraño placer es ese, que a la vez que me gusta me duele, que igual me hace reír que me hace llorar, y que o bien me llena o logra comerme por dentro? Es la memoria, es la nostalgia... la evocación que surge con una canción, un aroma, un sonido... o con la más leve sensación. Un recuerdo olvidado que resurge de la nada, cual montaraz relámpago, y que logra hacer sentir lo mismo, en un brevísimo instante, que lo que aconteció en alguna situación. Es aquello que pareció borrarse un día pero aún seguía ahí, oculto e incontrolable, guardado en un rincón apartado... y resurgido por una chispa accidental que la vida quiso cruzar en el camino, para retroceder en el tiempo... tan sólo un segundo. Un segundo de placer o un segundo de repulsión; un placer recuperarlo otra vez o un horror a sentirlo volver... al final, un curioso sabor agridulce por el que, por raro, resulta encantador dejarse estremecer.

Todo se mueve en círculos

Dice una canción que todo se mueve en círculos. Yo no sé si será todo, pero sí creo que muchas de las cosas de esta vida siguen con evidencia ese principio. Basta con observar un poco la naturaleza para darse cuenta de ello. Y es en el trancurso de nuestras vidas cuando también se hacen evidentes esos hechos, cuando de repente nos vemos inmersos en situaciones del pasado al volver a determinados lugares o al reencontrarnos con antiguas amistades. Lo mejor de esos momentos es cuando te das cuenta de que, aunque quizás estés dando una vuelta en círculo, todo el recorrido hecho para volver a llegar a donde empezaste te habrá enseñado a ver las cosas de otra manera. Porque el mismo planeta que tras su ciclo vuelve al mismo punto no es el mismo, es otro diferente.
Es bonito volver y darte cuenta de todo esto. Aplicar todo lo aprendido y notar cómo la nostalgia puede aparecer pero sólo coges lo bueno de ella. Lo malo, lo que te hace sentir mal y triste por esa añoranza tantas veces sobrevalorada en el recuerdo, aprendes a obviarlo.
Así que habrá que dejar que todo siga moviéndose en círculos -porque si la naturaleza así lo quiere por algo será- e intentar aprovechar esa circunstancia para seguir mejorando.

De cómo conocí a Guanchito


Caminando por las áridas pero encantadoras tierras de Agüimes, allá por su pequeña montaña, estaba, recostado y vigilante, el que fue a partir de aquel momento mi leal compañero de caminata en aquél caluroso día. Así estaba él, quizás medio adormilado por el duro sol de mediodía del sudeste de la isla, en la entrada de una cueva aborigen que tenía interés en visitar. Al verme aparecer -diría que yo me di cuenta de su presencia antes que él de la mía- quiso gruñirme un poquito, pero pronto se le acabó la vena hostil puesto que al minuto ya se estaba revolcando para que le acariciara.

Después de visitar la cueva y emprender nuevamente mi camino, me encontré con el problema de que este pequeño renacuajo no se despegaba de mí. Quise asustarlo para que no lo hiciera, puesto que llevármelo no podía ser y, además, no podía estar del todo seguro de que estuviera abandonado. Así que dejé que me siguiera un poquito -lo hacía a unos cincuenta metros después de los espantos que le di- porque, en realidad, poco más podía hacer. Nunca imaginé que un perro tan pequeño pudiera caminar tanto como lo hizo él. Yo quería que acabara despegándose de mí y que siguiera ahí detrás al mismo tiempo. Sí, era eso último lo que esperaba cada vez que miraba hacia atrás y me paraba hasta verlo aparecer nuevamente, tenaz, intentando seguir mi ritmo. Y no era fácil en aquella pequeña montaña, ya que el viento de la zona era muchísimo más fuerte a aquella altura y el terreno no era el más adecuado para unas patas tan cortas. Andando a contraviento, sus orejitas siempre estaban plegadas hacia atrás y él, aunque pequeño, intentaba agazaparse aún más para notar menos el intenso soplo que no quería acabarse.

Sin darme cuenta me desvié ligeramente del camino llegando a un saliente donde Eolo parecía querer soplar más que en ningún otro sitio. Tanto, que cuando me di la vuelta y llegué al desvío que debí tomar me di cuenta de que Guanchito no me seguía y que , probablemente, se había quedado en aquel pequeño socavón en el que se había metido para resguardarse. La sensación en aquel momento fue igualmente doble. Alivio por saber que había dejado de seguirme y desilusión por lo que en el fondo quería. Recordé inmediatamente el amasijo de huesos que había al lado, en otro pequeño agujero en la ladera, pequeñitos como los de él y, a tenor de su blanco color, quién sabía si relativamente recientes (sin tener ni idea del tema, esa fue al menos mi impresión). Y no, ¿quién sabía si a Guanchito le esperaba un destino como aquél si lo dejaba en ese lugar? No, no podía hacerlo, así que decidí al instante que debía ir en su rescate. Estaba efectivamente allí, resguardado de las fuerzas de la naturaleza y algo asustado. Lo cogí y lo llevé conmigo hasta el ya cercano pueblo.

A partir de ahí me encontré con muchas personas a las que les contaba que me lo había encontrado, a las cuales le preguntaba si lo conocían, o simplemente qué opinaban. Todos coincidían en que era muy gracioso y que, por qué no, debería quedármelo. Otras personas al cruzarse con él simplemente sonreían. Y fue así como, poco a poco, empecé a pensar que tal vez no sería tan mala idea esa de llevármelo a casa. Aún faltaba algo de camino por recorrer, y llegamos a la costa y a una playa donde seguíamos encontrándonos con personas que no podían evitar mirar con cariño esas orejas puntiagudas que se acercaban rítmicamente desde el horizonte.

Estaba decidido. Y el hecho de que hubiera que meter clandestinamente a Guanchito en la guagua para volver a casa era secundario: tenía una mochila y él era lo suficientemente pequeño como pare meterse sin que nadie se tuviera que dar cuenta. Una pareja que me encontré y que se mostraron encantados me ayudaron y al poco tiempo estaba de vuelta a casa. Hoy, unos días después, Chito sigue sus pasos por aquí y no parece quejarse. Ciertamente, se está ganando rápidamente las papeletas para que le adoptemos.

Inmadurez

[Qué pregunta tan absurda, qué duda más irracional]

Me pregunté una vez,

en la dulce soledad de mis pensamientos,

si ahora mismo estarías siendo feliz.

Si realmente crees que lo fuiste alguna vez.

Y si esa vez, si es que la hubo, fue junto a mí.


[Las cuestiones que me planteo son injustas, inmaduras]

Me pregunté en una ocasión

si ya habrías llegado a ser quien te proponías ser

O si al menos estarías ya en camino hacia tu ansiado propósito

Si acaso comenzaste a hacerlo en aquel, nuestro último día,

cuando yo partí


[Porque dura por fuera, blanda por dentro]

Me lo pregunté alguna vez

Y seguí haciéndolo más, y más

Y me pregunto ya mismo, en reiterada ocasión,

si es que tal vez hubo momento -tan solo uno-

en que habrás pensado en mí

…Y si un día tuviste a bien desearme lo mismo


[Sé que tú, como yo, lo sigues queriendo]

Pero siendo consciente de lo que digo

Si por casualidad fuera cierta

La fantasía que describo

Me causaría gran desasosiego…


[Sigues queriendo lo mejor para mí]

Pues en el lugar donde estoy

Al preguntarme alguien qué es lo que hago

Me respuesta sería muda

Y ni siquiera sabría qué decir.


Y qué pregunta tan absurda, qué duda más irracional

Las cuestiones que me planteo son injustas, inmaduras

Porque dura por fuera, blanda por dentro

Sé que tú, como yo, sigues queriendo

Al igual que la tuya propia, mi felicidad






El beso

Sólo hacía falta una mirada para comprender aquello que durante tanto tiempo se ocultaron. Se miraron, pues, aquella tranquila tarde de verano, junto al mar y su suave brisa, en el magnífico escenario de un atardecer de mil colores. Absortos en esa mutua mirada, se observaron cada detalle de sus rostros; cada imperfección, cada línea cuarteada, cada pequeña arruga… sin saber explicar por qué, eran esas pequeñas imperfecciones las que precisamente les llamaban más la atención. Se miraron y el tiempo se detuvo… o fue quizás más rápido que nunca, convirtiendo aquel momento en un acto de suprema placidez, de marcada despreocupación por todo lo que en derredor pudiera suceder. El salitre en sus caras bañadas por las rojizas tonalidades del ocaso dejó de existir y el sempiterno ruido del mar golpeando el rompeolas ya no se oyó más en aquella laguna temporal creada por esa dulce mirada.

Y las palabras, sobraban. Sobraban porque no había nada que decir cuando todo estaba ya escrito en aquel trance de infinitas sensaciones. Sintieron entonces cómo algo corría brutalmente por entre sus venas cada vez con mayor fuerza, subiendo hasta el pecho casi con furia y desesperación y creciendo hasta un punto álgido en el que el rostro del otro desaparecía a medida que cerraban casi inconscientemente los párpados, con mágica y exquisita compenetración. Y fue inevitable -no pudiendo ser de otra manera- cuando en ese punto álgido dejaron de ver y empezaron a sentir en sus labios la ardiente intensidad de su primer beso.

Muerte de un sabio

Te pregunté una vez qué era lo más importante para ti en la vida. No me respondiste. Desde entonces me he preguntado si no lo hiciste porque no lo sabías o porque simplemente consideraste que no debías dármela.

Tú eres viejo. Ya lo eras entonces. Y sé que la vida te ha enseñado muchas cosas. Ahora ambos sabemos que no te queda mucho de vida y que, no obstante, lo afrontas con total naturalidad. Como si ya hubieras cumplido con tu deber y pudieras irte tranquilo.

No me has dicho una palabra desde que he llegado. Sabes que he venido en cuanto he podido. Me llamó tu hijo ayer diciéndome que los médicos apenas te daban unos días de vida y aquí me tienes, un día después, acompañándote en tus últimos momentos. Es cierto que nos separamos durante algunos años pero yo jamás olvidaré todo lo que me enseñaste. Nunca aprendí en ningún libro todo lo que tú fuiste capaz de mostrarme, esas herramientas que tan útiles me fueron para comprender la vida de otra manera.

Me dijiste una vez que yo para ti era como un hijo. Yo era, de hecho, el que se mostraba más receptivo de todos ante tus enseñanzas. Tus hijos, realmente, nunca se interesaron por tus palabras; no sabían que aquel discurso que nos diste sobre la predisposición de cada uno a escuchar ciertas cosas hacía alusión a personas como ellos. Tus palabras podían ser aprovechadas con sabiduría o desechadas con absoluta ignorancia. Son, ambas dos, maneras de vivir con las que se puede ser feliz, pero de diferente manera.

Pero te irás finalmente con tu sosiego y sin responderme aún a aquella ansiada pregunta. Para mí, tu hijo adoptivo, si es así como me consideras, resulta desalentador perder a alguien que ha significado tanto. A ti, el que considero mi maestro, espero que allá a donde vayas encuentres todas las respuestas que aún te quedaron por descubrir. Las mismas a las que yo ni siquiera aspiro a imaginar, que van más allá incluso de esa gran pregunta que a mí aún me atormenta en mis momentos de reflexión.

Vete, amigo mío, con la paz que ya has conseguido. Yo seguiré recordándote en tus mejores momentos y aplicando todo lo que aprendí de ti. Y buscaré esa respuesta con las herramientas que me has dado, porque sé que es eso lo que en verdad pretendes. Si tú así lo crees es que seguramente no habrá otra manera de conseguirlo.

Amigo mío, maestro, compañero… con todo mi pesar no me queda más que decirte adiós… y gracias, mil gracias por todo.

Abstracción

En una vida cambiante, donde hay tantas cosas que experimentar y tanta gente diferente de la que aprender, se encontraba, una vez más, perdido. Invariablemente se sentía a la deriva en un mundo donde todo parecía estar establecido. Se preguntaba una y otra vez por qué averiguar cuál debía ser su propio camino le resultaba algo tan complicado cuando todos parecían estar encaminados… y felices.

Como una triste canción evocando viejos momentos de alegría arrebatados por el tiempo, sentía el pesar de la incertidumbre sobre sus espaldas. La misma incertidumbre que en otras ocasiones le resultaba tan alentadora: símbolo de la auténtica aventura. Aquella que tanto buscó. La misma que no se compraba con ninguna moneda, sino con los años de su propia vida.

Ya no recordaba su propio principio. Éste se iba desvaneciendo ya en la creciente espesura de la neblina del tiempo; y su fin más próximo se volvió intangible. El continuo cambio lo marcaba y lo seguiría marcando, seguramente, durante mucho tiempo. Ni siquiera sabía si quería que esto fuera así, pero eso ya había dejado de tener importancia porque, sea como fuere, era algo contra lo que tendría que luchar, algo con lo que tendría que convivir. Y esperó sinceramente lograr algún día armonizar con ese cambio tan innato en su existencia. Porque posiblemente tan sólo así podría llegar a leer el inefable entramado que era ahora su vida.

El hombre etiquetado

Érase una vez un hombre etiquetado. Poca cosa se sabía de él, pues su extraña etiqueta inspiraba cierta desconfianza. Un buen día vino y, al tiempo, se fue. Y nadie supo nunca leer más allá de lo que aquel trozo de papel ponía.

Lo malo de viajar

Es lo malo de viajar… cuando te toca irte y despedirte quizás para siempre de quien ha sido tu compañero.

Es lo malo de viajar… que cuando en ocasiones tenías ganas de volver nunca imaginaste que perderías todos esos nuevos vínculos que en el fondo tanto apreciabas.

Es lo malo de viajar… cuando te das cuenta de que simplemente la vida es así y el viaje es una maqueta a escala de lo que ésta nos depara a todos en realidad.

Carta a mis compañeros

Por ustedes es por quien escribo estas palabras.
Por ustedes, que tan vivo me han hecho sentir en tantas ocasiones, es por lo que les prometo que nunca olvidaré esta etapa de mi vida.
Ustedes, que tan buenos compañeros han sido, que tantas cosas hemos vivido juntos, que tanto nos hemos dado nuestro mutuo apoyo no podrán ser separados nunca de ese hueco que ya tienen en mi corazón.
Porque en la vida podré olvidar la fidelidad de O., las extravagancias de C., las vivos comentarios de V., la humildad del sargento M., el compañerismo de Z., la profesionalidad el sargento P…......
¡Cómo olvidar nuestras historias y nuestras miserias!, ¡cómo abandonar el recuerdo de la famosa aura de la sección!
Porque en ustedes se podía confiar incluso en las situaciones más difíciles. Y por eso, desde aquí, les deseo mucha suerte en su viaje a tierras hostiles, que les echaré de menos y que espero que algún día me puedan contar, en algún rincón del mundo, qué fue de sus vidas tras nuestra despedida.

Tiempos de desdichas y alegrías (breve epílogo de dos años en el ejército).

Hace dos años tomé la decisión de arriesgar un poco el derrotero de mi vida para meterme en el ejército. Eran para mí otros tiempos y otras vivencias; yo, en aquel entonces, era otro. El lugar donde me metí no era fácil: no todo el mundo estaba dispuesto a soportar las miserias a las que éramos sometidos. En aquel entonces, en los dos primeros meses, podía tomar la decisión de irme. Y aunque en algunas ocasiones se me pasó por la cabeza, en el fondo sabía que la suerte ya estaba echada desde el momento en que decidí dar el paso, que tenía que llegar hasta el final. Esos dos primeros meses, más uno añadido, haciendo la instrucción en Cáceres se me antojan ahora un poco lejos a pesar de no haber pasado tanto tiempo. Pero si eso es así es, seguramente, porque en todo este tiempo han ocurrido muchas cosas.

La siguiente fase prometía ser más alentadora, pues se suponía que ya había pasado la época más puñetera, pero resultó que era en ese entonces cuando comenzaba la verdadera agonía. Y era en verdad la razón por la que yo había decidido irme: estar allí, en Jaca, en la Brigada de Cazadores de Montaña. Pero en el cuartel La Victoria las cosas no solían ser felices para los nuevos, los pollos. Había que ganarse la boina, ganarse la confianza de los compañeros, ganarse la confianza de los mandos… ganarse, en definitiva, una reputación. Y todo bajo un ambiente hostil cuyo único objetivo era putearte e infravalorarte en un sistema en el que todo el mundo, desde el jefe más alto hasta cualquier compañero más antiguo, parecía despreciarte. Para una personalidad como la mía resultó ser un infierno, y más de una lágrima derramé en silencio -o delante de algún amigo- por creer que no merecía semejante castigo. Los primeros fueron meses de desdicha y menosprecio, repleto de infravaloraciones injustas.

Pero pasaron los meses y con ellos muchas maniobras y muchas experiencias. Cada vez se llevaban mejor: intentaba no cometer nunca el mismo error dos veces y aprender todo lo nuevo de cada situación. A pesar de mi escasa vida militar, en una unidad como esa iba ya ganando antigüedad, pero si había algo que tenía muy claro es que no podía caer en las redes del sistema que tan mal me acogió: siempre intenté mostrar humildad y enseñar sin broncas a cualquier nuevo que me preguntara. Ya en Cáceres tenía claro que la reputación era algo muy importante en ese mundo, y si bien al llegar a Jaca había perdido toda la que había ganado en aquel entonces al ser un sitio nuevo, las cosas se me iban poniendo mejores. Si había que correr, corría como el que más, si había que caminar, sabía que jamás me debía quedar atrás, si me dolía un poco el tobillo, no quise nunca darme de baja, adonde hubiera que ir, yo iba, y si había que llevar algo más de peso alguna vez, yo lo llevé. Eran muchas de esas cosas inherentes a mi personalidad, pues nunca me gustó estar detrás de nadie, pero lo cierto es que gracias a ellas llegué a ganarme un respeto con el que me sentía, paradójicamente, sobrevalorado.

Y es que nunca llegué a pensar que en los últimos meses pudiera llegar a sentirme tan querido como me sentí. Y es por eso por lo que no me importa olvidar las decenas de ocasiones en las que me arrepentía rotundamente de haberme metido en aquel berenjenal. Los últimos meses, esos en los que me sentía tan querido, en los que sabía que había hecho cosas que de otra forma no hubiera hecho nunca, en los que sabía que era fuerte y respetado, que me había convertido en un buen soldado sin olvidar la humildad, y que mandos y soldados me lo recordaban cada día, fueron, sin duda, enormemente gratificantes. Me sentía tan orgulloso de mí mismo que es una sensación que, junto a mi pequeña aventura, no la cambio por haber acabado la carrera que en ese tiempo ya hubiera acabado.

Son muchas cosas las que habría que contar; muchas aventuras y desventuras que posiblemente sólo con la ayuda de mis compañeros de fatigas sería capaz de relatar fielmente. No me siento capaz de escribir todos los pequeños detalles ni todas las pequeñas grandes hazañas. Y ante la típica pregunta acerca de qué he sacado en estos dos años posiblemente nadie me comprendería si le contestara que el provecho ha sido la experiencia en sí misma. Pero me da igual porque yo, ahora, estoy totalmente convencido de que mi crecimiento personal ha sido inmenso y que la satisfacción de ganarme la confianza de algunas personas que no se la dan a cualquiera vale mucho para mí. Y aunque faltó alguna cosa para poner la guinda a la historia, quizás esté destinado a ponérsela más adelante cuando un día decida, quién sabe, seguir viviendo pequeñas -grandes para mí- aventuras.

Reflexiones desde mi ventana

Ya me queda muy poco aquí. Desde las encantadoras vistas de mi piso en Jaca, me doy cuenta de que el cambio es inminente, que el observar los ciervos de la ciudadela pastar bajo la incesante lluvia -inspiradora siempre y evocadora de muchos pensamientos- pasará a ser un recuerdo que no volverá a repetirse.
Han sido tantas las emociones en estos dos años, tantas y de tan diversa índole, que no me cabe duda que marcarán un antes y un después en mi vida. Ahora soy el mismo, sí, pero también soy otro. Con quizás las mismas debilidades, pero más fuerte. Y eso hace que me pregunte cómo afrontaré los futuros retos, si lograré estar a la altura de mis expectativas, si este nuevo Jose seguirá teniendo las mismas ideas, pero con la suficiente convicción y voluntad como para afrontarlas con decisión y confianza. Confío en que esta época que se va haya significado una evolución, a pesar de lo que puedan pensar muchos. Porque como he dicho y diré, no se puede explicar con palabras. Hasta para mí es dresulta ifícil de entender. Y escribiré sobre ello -pues tan grande capítulo bien merece un buen texto - pero no sabré explicarlo.
El cambio es inminente; la ciudadela y sus ciervos dejarán de ser testigos de mis andanzas. Y aunque un poco perdido en el vaivén de las circunstancias, la vida me brinda la oportunidad de volver a tener ilusión por esa vaga y extraña sensación de placer que causa la incertidumbre.

"Sigue buscando"

Había sido premiado con un euro por un pequeño recado que había hecho a su tía. Ilusionado con su pequeña fortuna, corrió raudo una vez más hacia su kiosco habitual para comprar uno de esos bollos que venían con 'rasca y gana'. Se preguntó si esa vez sería la definitiva, si la suerte llegaría a él como ya lo había hecho días atrás con algunos de sus amigos. Abrió con brío y casi desesperación el envoltorio, sacó la posible tarjeta premiada ignorando el no poco apetecible pastelito, la rascó con la moneda de 20 céntimos que le había devuelto el dependiente y observó, una vez más, cómo aparecía poco a poco la odiada frase de siempre: 'Sigue buscando'.

El error

El peso de aquel enorme trasto era espeluznante. Como por arte de magia había aparecido de repente en su vida, delante mismo de su dirección de avance, dificultando sensiblemente su camino; él sabía, no obstante, que él y sólo él era el responsable de su existencia. Como tal su deber moral era indudablemente quitarlo de allí para que no le molestara ni a él ni a nadie que también decidiera tomar aquella ruta. Era bien cierto que a pesar de su gran peso e incómodo aspecto podía llevarse con paciencia y mucho esfuerzo, pero también lo era que el dichoso cachivache podía quedarse allí donde estaba y él podría marcharse tan tranquilo sin que nadie se diera cuenta. Esquivarlo no se le planteaba una tarea excesivamente difícil y al fin y al cabo nadie había visto que él fuera el responsable de ponerla allí en medio.

Todos los sucesos que se le planteaban eran nuevos para él. El chico no estaba acostumbrado a cometer errores y por ende no sabía a ciencia cierta cómo debía actuar. Lo cierto era que hasta el momento la vida le había planteado pocas situaciones en las que su propia decisión fuera la única que contara. Aquella última era una de ellas, y la misma responsable del grotesco armatoste aparecido en medio de su camino.

Y es que hasta entonces él se había visto limitado a seguir el cauce de tomaban de por sí los acontecimientos sin tener casi opción a opinar si quería o no quería hacerlo. Todo era así en su vida hasta que un día se dio cuenta de que tenía poder para tomar sus propias conclusiones. Entonces comenzó poco a poco a llevarlas a cabo sintiéndose así mucho más lleno. Y todo le fue mucho mejor hasta que en un momento dado -aquél mismo momento- cometió un error. Erró y de repente apareció en su vida aquella mole que de nada servía más que para estorbar su camino o el de todo aquel que pasara por allí. Y lo peor era que en el fondo sabía perfectamente que no podía dejarlo ahí tirado esperando que fuera otro el que lo recogiera.

Sentado al pie del camino, con la cabeza gacha y pensativo, el chico se preguntaba una y otra vez qué debía hacer, aunque no tardó en darse cuenta de que lo que realmente estaba haciendo era inventarse una excusa para no tener que llevar aquel tremendo estorbo. La duda se resumía en aquella sencilla cuestión.

Fue al mirarlo un pequeño instante cuando se dio cuenta de que había algo escrito en su base. Entonces se acercó y leyó: "La decisión fue tuya". La cara entonces pareció iluminársele y como un flash le vino a la mente lo frustrado que se sentía cuando su vida no era más que un firme camino ya preestablecido por otros; y lo feliz que fue cuando al fin se sintió lo suficientemente fuerte como para elegir sus propios derroteros. ¿Tan pronto lo había olvidado? Aquel enorme, grotesco y pesado elemento era obra suya por ser uno de los que un día decidió tomar las riendas de su vida. Sintió otra vez la fuerza en su interior y sin dudarlo ni un momento más se puso el incómodo error sobre los hombros y arrastró su peso, con paciencia y esfuerzo, hasta donde ni a él ni a nadie pudiera estorbar. Porque la misma fuerza que tuvo al tomar la equivocada decisión le ayudaría ahora a cargar con el error que él mismo había creado... hasta donde fuera necesario.

Cuando los sentimientos se marchitan...

La primera reacción cuando te das cuenta de la realidad es negarlo. Te intentas autoengañar convenciéndote de que es sólo es una mala racha y que todo puede volver a ser como antes. Y es cierto que quizás tengas razón, pero, ¿lo es también cuando esa mala racha parece no irse nunca?. Sí, seguramente lo más correcto es seguir teniendo algo de ilusión por eso que ha sido tan importante para ti; eso no puedo negártelo. Pero vuelvo a repetírtelo de nuevo para que lo tengas en cuenta: ¿vale la pena preocuparse tanto por algo que realmente está más que visto que está acabado? Piensa un poco y es posible que te des cuenta de que lo único que te queda es la ilusión por algo que ocurrió en el pasado... y que por tanto ya no existe más que en tu recuerdo.
...

Lo sé, sí, lo sé... o no, tampoco estoy seguro de saberlo... pero sí, los sentimientos se me antojan ya irremediablemente marchitos. Seguramente hace ya demasiado tiempo.
Y no hay sitio ya para esperanzas de ningún tipo, descubriendo en mí algo que había oculto tras esa cortina de indecisiones: el miedo al cambio, a acabar con todo esto. Descubro lo difícil que me resulta darle fin porque... ¿cómo hacerlo sin que nadie tenga que sufrir?...
...

...y descubres, también, que mientras te autoengañas el tiempo pasa y tú mismo te impides seguir avanzando hacia algo mejor.

Sobre el odio

Creo que no me equivoco al decir que todo el mundo ha odiado alguna vez. Yo lo he hecho varias en mi vida, y hoy lo he vuelto a hacer. No voy a contar aquí las razones por las cuales he odiado, pues no creo que sean relevantes. Al fin y al cabo, no creo que se pueda hablar de "tipos de odio" ni nada parecido: el odio es igual siempre. Se puede odiar más o menos, pero no se puede odiar de ésta u otra manera. Este sentimiento que he experimentado una vez más me ha hecho reflexionar, motivo por el cual estos humildes pensamientos no sólo están en mi mente sino aquí también plasmados.

Yo soy de los que piensan (realmente no sé si alguien más lo pensará...) que los remordimientos son las señales por las cuales nuestro verdadero Yo nos indica que hemos hecho algo que se aleja de los ideales de ese "Yo" nuestro. Ciertamente, intentar conocerse a uno mismo es una de las tareas más difíciles que puede llevar a cabo un ser humano, por lo que es lógico que, no sabiendo cómo es realmente nuestro interior, erremos en nuestros actos. El remordimiento, entonces, sale a la luz y nos avisa de que nos hemos equivocado de acción. Sin embargo (dicen que el ser humano es el único animal que tropieza dos veces en la misma piedra) el hombre no suele aprender la lección con una clase; es necesario caer una y otra vez en el mismo error para darse cuenta de que ése no es el camino que desea verdaderamente seguir. Y esto creo que normalmente es así.

Hoy, tras odiar, recibí una de esas señales de mi Yo no mucho después. Me pregunté el por qué de esa señal, pues, ¿acaso no fue lo suficientemente justificada la ocasión? La causa de mi odio era ajena a mí, yo era totalmente inocente, ¿qué culpa podía tener yo? Pues , qué ironía, resulta que toda la culpa era mía y sólo mía. Porque, a decir verdad, ¿no es estúpido que cosas ajenas a nosotros mismos dominen nuestros sentimientos? No podréis negar que siempre se odia a algo o a alguien... pues bien, ¡felicidades a ese algo o alguien!... ya que ha sido capaz de corromper nuestros sentimientos, aquéllos mismos que nos pertenecen a nosotros y sólo a nosotros.

Hoy he aprendido que con el odio no se gana nada. Absolutamente nada. Por el contrario, nos puede hacer ganar enemigos o muchas enemistades. Nos lleva a ser vulnerables ante diferentes situaciones en la vida, previsibles. Y lo peor de todo, acabará por hacernos manipulables, pues quien sepa manejar con eficacia las cuerdas de ese títere llamado odio, hará con el alma que la lleva lo que quiera. En otras palabras, no dejemos que el odio nos haga esclavos del mundo exterior, seamos libres de elegir lo que queremos sentir. Creo que es un buen consejo oír las indicaciones de ese Yo interior, ya que pienso que es ahí donde radican todos los buenos sentimientos: los de una persona justa consigo misma y con los demás. Tratemos pues al odio como él nos quiere tratar a nosotros, y desechémosle porque de nada vale tenerlo en cuenta. La satisfacción de elegir lo que queremos es a lo que todos deberíamos aspirar; eligiendo nuestros propios caminos. Que podrán ser tanto buenos como malos, pero elegidos por nosotros.

El mundo al revés

A veces siento que soy egoísta, que no miro por los demás y que sólo soy capaz de velar por mi interés. Pero al pensarlo bien también descubro que no hago más que ser como el resto de la gente y que en el fondo todas las personas han de comportarse así para seguir adelante. Me siento entonces aliviado.

En otras ocasiones se me hace evidente que lo que debo es pensar más en mí, sin dar tanta importancia a lo que puedan sentir o padecer los demás. Porque cuando me doy cuenta de que es eso lo que estoy haciendo, a pesar de estar haciendo lo que realmente creo correcto, me siento al cabo un tanto imbécil y fuera de lugar.

Y si con lo malo me siento aliviado y con lo bueno a veces imbécil, entonces... ¿en qué mundo estoy viviendo?

Can't say goodbye

No, aún no
aún no puedo decir adiós
todavía queda mucho por recorrer
para llegar al fin ser
el ideal que está en mí
en lo que me quiero convertir

No, no es momento de detenerse
no decaer, no decaer
seguir con paso firme el camino
sin admitir la derrota insistente
y haciendo eco de mi destino

No, ahora no
ahora no puedo rendirme
debo sin dilación avanzar; más y más
¡más y más fuerte!
y, otra vez, volver a levantarme
Porque aún no es el final

No... aún no puedo decir adiós

Tan fuerte como el mar

No era el primer desamor al que Lucía se enfrentaba. Sentada en el mismo banco en el que desde hacía años solía hacerlo, sola o acompañada, para contemplar la majestuosidad del océano, permanecía inmóvil pensando en su soledad. Él la había dejado y ella ni siquiera sabía por qué. Aunque aquella relación apenas había comenzado la verdad era que tenía puestas muchas esperanzas en que saliera bien: aquel chico realmente le gustaba; pero por alguna razón él no quería verla más.

Pensaba en todas las personas que se habían sentado con ella en aquel mismo banco y en todas las ocasiones en las que permanecía allí con la única compañía del océano. Recordó aquel día en el que, en aquel mismo lugar, oyó cómo a sus espaldas alguien le confesaba que no había otra cosa que deseara más que ser tan fuerte como el mar: incorruptible siempre ante cualquier adversidad. Al girarse para mirar el rostro del inesperado acompañante advirtió, antes mismo que su ya avanzada edad, un dolor tan sumo en su expresión que no pudo dejar de sentir un vuelco en el corazón. Aquella conversación no siguió con más palabras, sino con una intensa y fugaz mirada entre ambos. Lucía supo al instante que aquel hombre tenía un gran dolor en el corazón y temió sentirse algún día tan desdichada. E intentó a partir de ese día, a imitación del buen hombre, ser tan fuerte como el mar.

Desde entonces era ese recuerdo el que siempre le daba fuerzas para seguir adelante. Sabía que únicamente la vida podía enseñárselo con el tiempo, pero estaba segura de que desde aquel día y aquella meta que se había propuesto se sentía menos vulnerable. Y es que era consciente de que ese océano siempre estaría allí con ella y que cuando consiguiera alcanzar aquello que el viejo tanto deseaba ella misma se convertiría en el mar. Entonces ya nada podría herirla. Porque las personas que pasaran por su vida serían como los navíos que iban y venían surcando su indestructible e inseparable aliado. Y al igual que éste tiene puertos por doquier, ella siempre dejaría lugar para ese esperado barco que algún día atracaría sinceramente en su corazón.

En la Gare de Lyon

En la sala de espera de la Gare de Lyon yacía, tumbado en el suelo entre los numerosos bancos, un individuo que por fortuna no se trataba de nadie menesteroso. Tras una larga noche en vela y al aire libre Ruymán trataba de pegar ojo en el lugar más cálido que pudimos encontrar aquella mañana. Teníamos la esperanza de que en nuestra última noche en París, a pesar de ser miércoles, íbamos a encontrar una buena zona de fiesta para pegarnos una memorable juerga parisina, pero resultó al final que, al menos en los sitios donde estuvimos -y que por otra parte no fueron pocos-, no había tan deseado ambiente. Así que tras unas cuantas cervezas en algún que otro pub acabamos vagando por las calles en una de aquellas últimas noches de invierno.
Aunque el frío no era en exceso intenso no podíamos decir que estuviéramos tan a gusto como cuando andábamos por las solitarias calles nocturnas de nuestra pequeña gran ciudad de Las Palmas de Gran Canaria, por lo que casi instintivamente aceleramos la marcha para ayudar al cuerpo a entrar un poco en calor.

Y ahí estábamos los dos, bajo una luna casi llena que luchaba por dejarse ver entre las numerosas brumas del cielo, caminando con paso firme a altas horas de la noche por las preciosas calles de la capital francesa. Sabíamos que aquello no era nuevo para nosotros. Transitar nuestra ciudad de noche siempre nos causó gran placer, resultando que aquel fin de las vacaciones no podía haber salido mejor a pesar de la inexistencia de aquella discoteca que esperábamos encontrar. Pues las calles de París nos brindaban, miráramos a donde miráramos, hermosos lugares como pocas ciudades son capaces de ofrecer. Y si bien las horas pasaban impertérritas una tras otra como es su costumbre hacer, las buenas sensaciones apenas nos dejaban oír las continuas quejas de nuestros pies para que nos paráramos de una vez.

Así que aunque no llegáramos finalmente hasta la torre Eiffel antes del amanecer para poder contemplarlo desde allí -lo cual se convirtió luego en la razón de ser de nuestro acelerado paso-, yo creo que no podíamos pedir nada más. Y aunque medio destruido en la sala de espera de la Gare de Lyon, diría que Ruymán tampoco.

Desdichas ajenas.

Paseaba plácidamente por las transitadas calles de Jaca en la tarde noche de un sábado que brindaba una temperatura muy agradable para un dos de marzo en esta ciudad. Escuchaba en la radio una emisora que emitía en aquellos momentos una música que contribuía a mejorar el buen paseo. Inmerso en los pensamientos que tal situación me inspiraban, pasé de largo a una mujer ya algo mayor que mendigaba sentada en una pared cuya única compañía era un ridículo molinito que ella misma habría fabricado. A pesar del bullicio, la señora probablemente seguía sintiéndose tan sola como cuando lo estaba realmente. Y, como digo, pasé de largo a la pobre señora sin prestar demasiada atención hasta que diez metros más tarde me paré en seco en medio de la calle a reflexionar sobre algo que ya antes había pensado alguna vez. Pensé nuevamente en aquellos tiempos cuando, sin apenas tener dinero, solía ser solidario entregando alguna moneda suelta a algún mendigo de mi ciudad. Y en que hace ya algún tiempo había perdido esa sensibilidad por aquellos que más lo necesitan. Sabía que me había vuelto más rácano desde que empecé a ver en mis manos más dinero del que acostumbraba a tener y me di cuenta de que es algo relacionado con otra cosa de la que en estos últimos meses he sabido: parece que entre mejor nos van las cosas a las personas peor somos capaces de darnos cuenta de las miserias de los demás.
Tras esos segundos de reflexión me di cuenta de que ya era hora de cambiar y volver a lo que era: saqué la cartera, me di la vuelta, recorrí los diez metros que me separaban de ella y entregué a la señora una moneda en su vacía cestilla. Era irónico -si bien fiel reflejo de la realidad- ver la vacía cesta en una ciudad de gente adinerada como ésta. La mujer me miró y vi en sus ojos tal sinceridad en su agradecimiento, en las gracias que me dio, que noté ese pinchacillo en el corazón recordándome lo injusto que era el mundo. Con sus reiteradas palabras de agradecimiento y su mano puesta en el pecho para enfatizarlo me hizo sentir profundamente satisfecho de mí mismo. Sé que así es como debo y deseo ser y no quiero cambiarlo. Ese pinchazo en el pecho y ese pequeño dolor que sentí al captar por momentos su miseria me ha vuelto a abrir los ojos y descubrir que no es justo olvidarse de las desdichas de las personas. Ni justo ni ético.

Entre yo y yo mismo

- Siempre estás buscando la excelencia, siempre buscando en tu interior algo que no sabes qué y, ni siquiera, por qué lo buscas. ¿Qué sentido tiene, entonces? ¿Por qué no te dedicas a vivir la vida con normalidad, como todo el mundo? ¿Por qué te empeñas en formularte preguntas carentes de sentido? Lamento decirte que no eres nadie especial.

- Nunca me he considerado especial. Diría, ahora que lo mencionas, que las personas especiales nacen con ese don, con unas facultades que otros no tienen y que los hacen ser superiores en algunos aspectos. O, quizás, sólo sea que se les considera especiales por el mero hecho de ser pocos. Pero yo no he nacido con ningún don. Es cierto que sé que es algo a lo que hay que resignarse, pero, en el fondo, siempre queda algo dentro de nosotros que hace que nos sintamos infelizmente impotentes, una sensación de injusticia que provoca sentir celo hacia aquellos que son mejores y que genera, a su vez, profundas dosis de odio hacia los demás y hacia nosotros mismos. ¿Es por este odio por lo que, a veces, siento la necesidad de desapegarme al resto de las personas? ¿Es este odio hacia mí mismo, o el odio hacia los demás, o los dos a la vez, los que hacen que sienta la necesidad de vivir en la soledad?

- Sabes perfectamente que el hecho de no quererte a ti mismo hará que quieras alejarte de los demás por miedo a que te rechacen.

- Sí, tengo claros los males que provoca la inseguridad, pero yo no lo llamaría miedo al rechazo. Diría, más bien, negación al rechazo.

- ¿Quieres decir que te niegas a que otros te rechacen? No dudo que es un recurso muy eficaz para ocultar tu miedo; porque no voy a retractarme de mi opinión hasta que no me des argumentos sólidos para demostrar que esas palabras que has usado no son sólo un mero disfraz.

- Es una cuestión de orgullo propio. Yo no tengo por qué estar sintiéndome rechazado por aquellos que han sido favorecidos con algún don, con virtudes socialmente bien vistas, por aquellos a los que les han ido mejor las cosas, por aquellos que han logrado ser felices sin tener que haberse hecho tantas preguntas.

- ¿Y por qué te molesta tanto sentirte rechazado?

- . . .

- Estoy esperando una respuesta.

- Por mi orgullo, supongo.

- ¿Y qué es el orgullo? ¿Qué significa para ti ser orgulloso?

- No sé a dónde quieres ir a parar, pero lo cierto es que, creo, me estás llevando por los caminos de la contradicción. Orgullo es, al fin y al cabo, el amor que se tiene hacia uno mismo. Realmente, aunque en un principio pueda parecer lo contrario, es algo que nos ayuda a mantenernos enteros ante los ataques externos. Ser orgulloso es luchar por la integridad de uno mismo.

- Bien, según el diccionario, el orgullo es 'arrogancia, vanidad, exceso de estimación propia'. Aunque tu definición no es exactamente la misma, el amor propio es algo que comparten ambas. El orgullo del que habla el diccionario es un exceso de amor que hace que, efectivamente, sea algo malo para el sujeto, puesto que es sabido que la arrogancia y la vanidad no son virtudes que hagan mejores a los hombres. La palabra arrogancia es sinónima de soberbia, y buscando ésta en el diccionario nos da una definición interesante: altivez y apetito desordenado de ser preferido a otros. ¡Apetito desordenado a ser preferido a otros! Dime una cosa, ¿qué opinas sobre esto?

- Lo sé. La comparación es causa de infelicidad. Sé que compararme con el resto de la gente no es sabio en absoluto, al menos en la manera en que hemos aprendido a hacerlo en esta socidad.

- Me alegro que lo sepas, no lo dudé ni un segundo. Sin embargo, sabes tan bien como yo que, aún sabiéndolo, no puedes evitarlo. La comparación es algo que está en ti y en todas las personas que viven a tu alrededor, todos inmersos en las mismas costumbres. Sé que es muy difícil permanecer aparte ante tales fuerzas, porque, sí, parece que hay fuerzas que nos incitan con monstruosa insistencia a que nos comparemos con los demás. Sé lo difícil que es llevar a la práctica aquellas frases que dicen: 'La única competición digna de un hombre sabio es consigo mismo' o el 'Yo soy yo, y mi circustancia'.

- Es muy cierto lo que dices, lo reconozco. Intento permanecer al margen de las comparaciones pero, aunque por rachas lo consigo, me veo caer una y otra vez en el mismo agujero.

- Repasemos un poco los pasos que hemos dado para llegar hasta aquí. Hablábamos en un principio de inseguridad y de negación al rechazo. Aunque todavía no me ha quedado muy claro eso que llamas 'negación al rechazo', vamos a dejarlo aparte. Hemos inferido que la negación al rechazo se debe al orgullo, y también hemos descubierto, gracias al diccionario, que el orgullo viene en un pack en el que el 'apetito desordenado a ser preferido a otros' está presente. Es por eso por lo que las malditas comparaciones -que ambos estamos de acuerdo en la malicia que traen consigo- se han visto inmersas en la discusión. ¿Quién te iba a decir que tu vieja amiga iba a estar presente en este diálogo?

- No soy nadie especial... Sabiendo que la dichosa comparación está metida en este embrollo me siento mejor. En muchas otras ocasiones me he enfrentado a ella y sé, más o menos, cómo salir airoso. En el mundo de la no comparación, ¿quién es especial? Nadie es especial porque nadie es comparado con nadie. Cada cual es como el destino (o lo que quiera que sea la cosa responsable) ha decidido que sea, y cada uno es libre de poder intentar ser lo que desea, bajo el peso sus propias circunstancias, que son únicas e instranferibles en cada sujeto. Así, si uno quiere conseguir algo, tendrá que luchar contra su propia suerte, y usar las armas que les han sido dadas por la naturaleza (o quien quiera que nos las de). La palabra injusticia no cabe aquí. Tal vez sea suerte, o una cuestión de karma, no lo sé. Pero creo que eso ya trasciende nuestros conocimientos. Gracias, amigo mío, por tus consejos.

- Sólo una cosa más. ¿A qué contradicción te referías antes?

- Bueno, me resultó muy curioso el hecho de que pudiera sentirme tan orgulloso de mí mismo cuando justo antes había profesado el rechazo hacia mi persona. Mi inseguridad daba pie, de un modo u otro, al orgullo.

- ¿Y no necesitan las personas orgullosas precisamente de los demás para hacer merecer sus virtudes?

- Ciertamente; si no, no verían saciada su sed de protagonismo.

- Y todo esto conociendo la inclinación a la soledad a la que nos referíamos cuando hablábamos de tu inseguridad... ¡menuda paradoja!

- Mejor dejemos esta conversación para otro día, ¿te parece?

- Me parece, sí, me parece...

Cuando me dejabas dormir a tu lado

Hace un año -tan sólo un año- todo era muy diferente entre nosotros. En estos mismos días de frío, lluvia y nieve que ahora nos vuelven a acaecer eran otros los sentimientos que nos unían. Era tu compañía la que me alentaba a seguir adelante en un lugar que se me antojaba, en aquel entonces, terriblemente hostil. Siendo yo de tierras más cálidas, eras tú la fuente de calor que me mantenía vivo en mi primer invierno de verdad.

Hoy es uno de esos domingos tristes y nublados; con las calles aún más vacías que de costumbre por la lluvia que no ha parado de caer en toda la tarde. Es uno de esos días en los que, hace un año, estaríamos en tu habitación abrazados y disfrutando de nuestra mutua compañía, acariciándonos y mirándonos con dulzura, hablando de cualquier asunto de mayor o menor importancia… o quizás en silencio; igual daría, pues de cualquier manera estaríamos haciendo crecer ese afecto que entonces tanto nos unía.

Pero ya no podemos decir que nada de eso siga vivo. Jamás hubiera imaginado entonces que las cosas se tornarían de esta manera, que alcanzarían un punto en el que llegaría a sentirme un extraño en tu cama o que no me miraras con aquellos ojos enamorados.

Recordarás, seguramente, cómo dormíamos en aquel tiempo: pegados a más no poder, acurrucados el uno junto al otro juntando nuestras mejillas, pretendiendo quizás de manera inconsciente volvernos uno. Tú siempre buscabas la manera de apoyar tu cabeza encima de la mía; y yo me dejaba aun estando algo incómodo, porque aquello era lo de menos cuando me sentía tan privilegiando teniéndote tan cerca.

Tal día como hoy, domingo frío y lluvioso, seguramente acabaría pasando la noche junto a ti, en tu casa, en tu cama. Y te alegrarías enormemente al saber que seguiría estando contigo durante algunas horas más. No era complicado averiguarlo en tu expresiva cara. Ahora, sin embargo, apenas refleja ilusión alguna al reinar la indiferencia en el tan sólido vínculo que antaño nos unía. Al igual que no hacía falta que me dijeras cuánto me querías porque podía averiguarlo tan sólo con verte, ahora tampoco es necesaria palabra alguna para saber que la llama apenas tiene fulgor; que mi cuerpo en tu cama no es más que un objeto más quitándote algo de espacio. Y que seguramente no volvamos a intentar, inconscientes, volvernos uno mientras nos abrazamos tiernamente.

Soberbia

¡Y quién te crees tú, maldito, para mirarme de esa manera!
¡Dime a la cara si es que acaso te crees mejor que yo o me consideras un pobre imbécil!
¡Atrévete y verás cómo te demuestro sin puños ni palabras de lo que soy capaz!
¡Que soy incluso mejor que tú porque aún no he olvidado la humildad que ambos tuvimos un día!
¡Porque mis actos harán callar esa amarga boca que has alimentado con soberbia y más soberbia!
¡Porque yo nunca me dejaré arrastrar por la dulce corriente del poder!
¡Ya nunca seré corrompido por nada que quiera arrebatarme mi honradez!
¡Y esto alguien como tú me lo enseñó, también con sus actos! ¡Alguien como tú, sí!
¡Para que veas que no hace falta hacer sentir inferior al resto para uno ser lo que es!
¡Ahí está el verdadero ejemplo! ¡La auténtica virtud!
¡Así que aparca de una vez tu altivez y deja de mirarme como si fueras superior a mí!
...
Porque, si no yo, la vida te demostrará algún día que no eres más de lo que eres.

No te abandones

“Las grandes almas tienen voluntades. Las pequeñas tan sólo deseos”

Y ser voluntarioso no debe ser algo con lo que se nace
El ser con voluntad se hace

Por eso, día a día, acto tras acto… no te abandones

El que tiene voluntad sabe lo que quiere, lo que desea ser.
Y se pueden abandonar proyectos por uno u otro motivo
Pero aquél que nos permite dirigirnos a nuestro objetivo
Es el único que al que no debería renunciarse.

Porque sería abandonarnos a nuestro destino
Despedirnos de nuestras ilusiones
dejarlas naufragar vilmente
¡olvidando tal empeño ya nada tendrá sentido!
no, no somos almas carentes de pasiones
tan sólo es que la voluntad está latente
y vislumbrarla es no abandonarse a sí mismo

por eso, día a día, acto tras acto… no te abandones
No abandones lo que realmente quieres ser
No, no te abandones
No te abandones

El desierto (Soledad)

Árido y solitario, tempestuoso y terriblemente hosco; así se me presenta este desierto en el cual, de repente y tras un simple pestañeo, me veo inmerso. No veo nada en un radio de cinco metros. El viento golpea en mi cara y en mi cuerpo como queriéndome echar de su legado. Afilados granitos de arena que me golpean con increíble ira. El desierto, furioso, parece exigir mi ausencia.

Y yo, mientras tanto, sigo pasmado ante esta repentina ilusión, permanezco en mi sitio sin ni siquiera cubrirme los ojos de la agresiva tempestad que me rodea. Me pregunto cómo habré llegado hasta aquí. Estoy solo, terriblemente solo, y empiezo a recordar que es el mismo sentimiento de instantes antes de haber aparecido aquí. Y nunca antes había sentido un sentimiento que me inspirara tanta desdicha.

Aunque el desierto, en su soledad, pareciera al principio rechazar mi repentina presencia, parece que poco a poco va tolerando un huésped más; la tormenta va amainando. Pero, ¿un huésped más? ¿Acaso estoy loco? En este lugar, posible fruto de mi fantasía, no puede haber nadie más. Jamás pude imaginar lugar más desamparado. No, reflexiono, jamás pude imaginar lugar más desamparado porque jamás mi alma se había sentido tan sola.

Poco a poco la arena se desvanece del aire y voy dislumbrando más y más esta tierra olvidada. Pero al cabo me doy cuenta de algo terrible. Oh,¡ojalá no hubiera cesado nunca la tormenta! Comprendo que únicamente me estaba engañando, que en lo más profundo de mi corazón esperaba encontrar a alguien tras aquella arenosa barrera. Ahora aquel pequeño ápice de esperanza que me mantenía vivo se va desvaneciendo junto con la tormenta. Estoy solo... completamente solo. Más allá de las palabras, creo que únicamente yo podría comprender mi propio sentir; y, entonces, encuentro una excusa irrevocable para convencerme de mi absoluta soledad en este lugar.

Noto cómo mi cara se torna con una expresión facial tan triste que aumenta mi dolor, momento en el cual me doy cuenta de que las lágrimas corren por mis mejillas en insólita abundancia. Los pinchazos de mi corazón se vuelven insoportables, ¡me asfixio!... ¿se puede morir de soledad? Oh, en mis carnes vivo la respuesta a mi pregunta. Apoyo una rodilla en el suelo, en aumentada turbación, mi mano derecha en mi corazón, mi mano izquierda me sirve como tercer apoyo. Recuerdo todas esas lecturas, todos esos diálogos que me incitaban a creer que siempre debemos tener esperanzas. Pero, ¿la hay esta vez? No lo creo, estoy acabado; ya sólo veo caer mis propias lágrimas en la infértil tierra y desaparecer en ella casi en el mismo instante. Me pregunto si mi propia existencia se desvanecerá de las mentes de los que me conocieron con tal pasmosa rapidez... Cierro los ojos. El dolor y el creciente miedo al olvido se abalanzan sobre mí. Sí, me desvanezco...

En un último esfuerzo, noto cómo mi cuerpo se vuelve a alzar, pero no soy yo. Unas cálidas manos me levantan agarrándome por las axilas y logran incorporarme. Entonces oigo, en mi semiinconsciencia, que alguien me habla: -¿tú también estás solo?-
Mi alma vuelve a florecer... Aun en esta infértil tierra, también es capaz de hacerlo.

Lo que hacemos en la vida

Es nuestra vida una especie de relato aún inacabado
Suma de mil momentos; mil historias y acontecimientos
Llena de acciones ligadas a una moral tal vez aprendida
o quizás innata, inherente a nuestra vida

Y todo que lo que hemos sido, todo lo que hemos hecho
no queda grabado más que en nosotros mismos
Lo que de nuestra boca salga no será más que reflejo
de lo que en verdad fue, de lo que en verdad hicimos

Y aquella misma moral juzgará, muy severamente
si lo que los cuentos cuentan con brío y maestría
son fruto de elogiables vidas
o ilusiones de absurda majadería

Pues difícil es vivir con honestidad
en donde lo más fácil es convertirse en charlatán

Ocurrió en San Gregorio

Los vehículos oruga de montaña, denominados T.O.M., avanzaban raudos hacia el enemigo tan rápido como el terreno lo permitía. En una formación en guerrilla, los tres vehículos avanzaban paralelamente dejando una distancia entre sí de entre 50 y 100 metros. En los rígidos asientos de la cabina trasera las maltrechas posaderas de los soldados se resentían por cada bache que el T.O.M. cogía, aunque en aquel momento lo cierto era que con los nervios previos a la entrada en combate aquello carecía de la más absoluta importancia. En una de las cabinas traseras , la del vehículo central, cuatro miembros de un pelotón preparaban todo para salir en cualquier momento del vehículo.

La misión específica encomendada a la primera sección de la tercera compañía del batallón Pirineos, cazadores de montaña, era tomar una cota ocupada por un pelotón de soldados enemigos. Encuadrados en un despliegue mucho mayor, ellos formaban sólo una pequeña pieza de un gran puzle sin la que, probablemente, la consecución del objetivo no podría ser igual de efectiva. Ellos, conscientes su importancia, saldrían y darían los ‘barrigazos’ tan bien como sabían.

Tras una última bajada con pronunciada pendiente los soldados Lozano, Olano, Zavala y Cruz ultimaban su equipo porque sabían bien que la salida era inminente. El vehículo se detuvo al poco y, tras oír los dos pitidos de alerta, Lozano abrió la compuerta y salieron los cuatro, dos a cada lado, desplegándose junto al resto del pelotón a la vanguardia del vehículo. El sargento Montañez, jefe del primer pelotón, ya había lanzado los botes de humo que formarían una cortina que cubriría su posición. A su lado, el radio, Giraut, que no se despegaba de él en ningún momento para poder tener conexión con los demás jefes de pelotón y con el capitán. El cabo Castiñeiras, a su vez, también permanecía cuerpo a tierra en su sitio listo para la acción. Al poco tiempo el sargento dio la orden:

-¡Vamos, señores! ¡Saltamos y pasamos la cortina de humo!

Ipso facto el pelotón se levantó y atravesó la cortina logrando vislumbrar la cota que debían conquistar. Hicieron nuevamente cuerpo a tierra y esperaron a que los otros dos pelotones atravesaran también la cortina de humo que, desplazada por el viento, comenzaba a servir ya de poco. Realizaron así dos o tres saltos hasta que el sargento dio la orden de fuego de ametralladoras. Fue entonces cuando las amelis y las mgs de la sección comenzaron a batir la zona del enemigo. En el primer pelotón, Lozano y Olano, tiradores ambos de ameli, saltaban y se asentaban con la suficiente agilidad como para no dejar de hacer ruido con su armamento. No era, sin embargo, su ruido el que más se hacía eco en aquellos momentos, pues el feroz rugido de las mgs de Campo y Sardá no dejaba pie al más mínimo silencio, creando ráfagas cortas y eficientes dignas de motivados tiradores como ellos.

Pero los fusiles no querían perder protagonismo en tal fiesta de rafagazos, por lo que pronto, a una distancia quizás algo mayor que sus cuatrocientos metros de alcance eficaz, comenzaron a escupir fuego.

-¡En los siguientes saltos debemos abrirnos a la izquierda! -El sargento Montañez, además de pegar tiros, también debía coordinar con éxito el movimiento de la sección y del pelotón.

La orden fue pasada de boca en boca para que todos se enteraran, pues con tanto ruido tan sólo era posible oír más que escuchar. La sección se encontraba en aquel momento dando saltos a través de una zona del terreno maliciosamente infestada de ortigas. En la mayoría de los casos ni siquiera hacía falta tumbarse pues con tan sólo poniendo rodilla en tierra era suficiente para ocultarse de las vistas del enemigo. A todos les picaba todo el cuerpo. Pero aquél no era momento para pensar en eso.

A unos veinte metros del último obstáculo el sargento ordenó dar un último salto abierto hacia la izquierda para así dejar paso a los zapadores que llegaban desde la retaguardia.

-¡Nos quedamos quietos dando apoyo hasta que los zapadores abran la brecha!

Cruz pasó la orden a su derecha:

-¡Lozano! ¡¿te has enterado?!
-¡Perfectamente!- respondió. -¡Me estoy quedando sin munición!
-¡A mí me quedan tres cargadores! ¡Hay que aguantar hasta que estemos allí! -añadió Cruz. -¡Atención, cambio cargador!

Fue entonces cuando los zapadores sobrepasaron sus líneas para irrumpir contra el último obstáculo que impedía a los infantes asaltar definitivamente la cota, lanzando sus botes de humo para intentar anular la vista del enemigo. Los cazadores, mientras tanto, daban constante apoyo de fuego en, quizás, la situación más delicada de la misión. Sobre todo para los ingenieros tan expuestos en ese momento al fuego enemigo.

En el visor óptico de su fusil el cabo Castiñeiras intentaba cuadrar uno de los objetivos de la cota. Con temple, concentración y guardando serenamente la respiración, estaba a punto de batir un objetivo bastante difícil para una distancia como aquella y un fusil hk. Pero en el momento en que empezaba a presionar el disparador vio sorprendido cómo su objetivo quedaba abatido justo en el momento en que una voz a su izquierda decía:

-¡Le ha gustado eso, mi cabo!
-¡Zavala, hijo de puta! -dijo el cabo con una sonrisa. -¡Ese objetivo era mío!

En aquel momento uno de los zapadores alertaba de que la explosión iba ya a suceder.

-¡Cuerpo a tierra!¡Cuerpo a tierra!

Olano fue el primero que, bajo el fragor de la batalla, se dio cuenta de la alerta, gritando la misma orden a sus compañeros.

-¡Cuerpo a tierra!-gritaba hacia uno y otro lado. -¡Cuerpo a tierra, mi sargento!

El estruendo fue tan grande como el daño que produjo la explosión. Y entre el humo, la tierra y el fuego un zapador, a la voz de ‘brecha abierta’, mostraba a los infantes zarandeando un banderín la puerta de la brecha animándoles a asestar el golpe final.

El primer pelotón, con Lozano al frente, fue el primero en entrar, pasando a la carrera el empinado pasillo para colocarse luego desplegados a su izquierda en las mismas posiciones que antes llevaban. El cansancio se hacía notar por doquier, pero ya estaban casi arriba. Comenzaba un fuego arrollador que pocas posibilidades dejaba al enemigo de seguir en pie, y así siguió, aún más, cuando el sargento dio la orden de asalto final.

-¡Al asaltooo!

Levantándose al instante gritaron y alzaron todos sus fusiles para encararlos descaradamente contra los puestos enemigos descargando lo que les quedaba de munición. Al ruido de sus armas unían ahora el grito de sus gargantas, imponiéndose definitivamente al enemigo.
Momentos después, tumbados en la cota, cansados y sudorosos, los soldados se jactaban de haber alcanzado con éxito su objetivo. Las siluetas quedaron agujereadas a más no poder y de los globos no quedaba rastro alguno. Pues por suerte para ellos esos eran entonces los maltrechos enemigos. Por suerte para todos aquello no era más que un ejercicio.

El caminante

El caminante llevaba avanzando por el sendero casi cinco horas. Era la de aquel día una extraña etapa, puesto que, si no le fallaba la memoria, en ninguno de los días anteriores de su larga travesía habíase dado el caso de que el camino no se bifurcara en algún punto. Tal era la costumbre que había adquirido de elegir de tanto en tanto el ramal que más se le antojara, que no pudo evitar sentirse un poco angustiado ante el devenir de los acontecimientos. Pero no se dejó apabullar ni paralizar por los caprichos del destino y, convencido de que tarde o temprano volvería a tener el control, caminó presto y decidido por el inexorable sendero.

El mal soñador

Miró el reloj el viajero que se disponía a coger el autobús hacia su lugar soñado. Tan sólo faltaban diez escasos minutos para emprender el gran viaje de su vida. Sentado como estaba en un banco de la estación, alzó la vista para mirar con curiosidad el panel de salidas, observando los otros muchos destinos que pronto, también, otros viajeros como él habían decidido tomar. Empezó preguntándose las razones por las cuales aquellos otros hombres y mujeres habían decidido uno u otro destino y, viéndose reflejado en cada una de las demás vidas, pasaron por su cabeza, como un rapidísimo rayo de luz, decenas de escenas que representaban su existencia acorde con esos otros objetivos. Y lo cierto era que en la mayoría de esas escenas el feliz y soñador viajero encontraba para sí caminos con los que también se veía satisfecho. Y se preguntó si realmente había escogido el autobús correcto o debería reflexionar nuevamente sobre tal trascendental cuestión.

Miró el reloj el viajero que se disponía a coger el autobús hacia su lugar soñado. Habían pasado diez escasos minutos desde que su autobús salió. No habían sido tan rápidos esos románticos pensamientos de visionadas autobiografías, y el viajero se sintió mal por haber desperdiciado una oportunidad de emprender definitivamente su camino. Alzó la vista y observó con alegría que en cinco minutos salía otro autobús con otro destino nada despreciable. Pero mientras pensaba qué habría sido de su vida si hubiera cogido el autobús perdido, salió aquél otro sin que el empedernido soñador ni siquiera se percatara.

Sin Rumbo Fijo

Comenzaré esta pequeña introducción explicando el por qué del título de este blog. Desde hace unos años mi vida ha sido un poco desastrosa en cuanto a lo que de la vida quiero conseguir o ser. Sin saber muy bien qué era lo que quería he estado en unos sitios y en otros intentando ‘encontrar mi sitio’, tal como mi amiga Jéssica describiría mi situación . Aunque sea ésta una explicación bastante incompleta y sosa, no voy a dar detalles de tal historia porque, ciertamente, no me encuentro con ganas de contarla. De cualquier manera, tampoco hay mucho que contar, así que, al menos hoy, qué más da. Y como en el fondo nunca sabemos qué cauce van a seguir nuestras existencias, quizás estemos muchos de nosotros inmersos en una derrota sin fin, en un eterno vagar en busca de lo que, quizás algún día, nos haga felices. Yo al menos no puedo decir que tenga un rumbo bien fijado.

No quiero, no obstante, que los muchos que posiblemente se sientan identificados con lo que he dicho anteriormente intenten buscar textos relacionados con ese tema en este blog. No. Este blog es, sobre todo, para mí. Para publicar cualquier cosa que me apetezca, desde textos sueltos a pequeños fragmentos de mi vida, desde fotos diversas a relatos míos o que considere que valen la pena leer. Pretendo -y esta introducción tiene el mismo fin- escribir para releerme en un futuro y recordar lo que entonces pensaba y me intrigaba, para recordar trozos de mi vida que quizás de otra manera podrían caer en el olvido. Pero también, claro está, para que me lea quien quiera leerme y abrirme a todo aquél que tenga interés en conocerme, pues estoy seguro de que es escribiendo como mejor expreso mis pensamientos. Y de paso, cómo no, sacio ese pequeño ansia de escribir que no siempre logro apagar por no saber qué contar.

Creo que eso es todo lo que quería decir aquí. Así que, sin enrollarme más, mando un saludo a todos los amigos que hasta aquí han leído, en especial a aquellos que hace tiempo que no veo.