Zombis navideños

   A principios del último mes del año, en el mayor centro comercial del mundo había comenzado ya la campaña navideña. A diario entraban y salían miles de personas, que a su vez hacían mover miles de euros cada hora en un afán irracional por consumir. La vorágine era tal, que se diría que hasta el más inmutable yogui perdería la calma y se uniría a la estampida de pasiones desenfrenadas que allí tenía lugar. Con los ojos desorbitados todos consumían, saltando entre espasmos de tienda en tienda, vaciándose los bolsillos por doquier a cambio de artículos que necesitaban a toda costa. Así, sin ningún atisbo de lucidez, la cual dejaban aparcada a las puertas del recinto, los clientes se convertían en zombis descerebrados movidos por el mismo impulso: el fantasma del consumismo. 

   En aquel escenario  del caos, el punto álgido se alcanzaba cuando todos consumían ya sin pensar en las consecuencias, movidos por la misma masa aplastante de la cual ya formaban parte. Y a modo de avalancha irrefenable, como yonquis en busca del éxtasis pasajero, tampoco se paraban a pensar que en medio de la vorágine había quienes, sin saberlo, también se iban consumiendo a sí mismos.

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