Redención

Cuando alcanzas un objetivo que no te ha sido fácil,
uno durante largo tiempo ansiado
que por diversos motivos siempre apartaste…
Cuando te das cuenta de que por fin ha llegado el momento
Y con ello, de alguna manera, la redención
Entonces sientes que realmente te lo mereces
Que es tuyo, y ya nadie podrá quitártelo jamás.

Porque hay metas que, cuando las alcanzas,
te das cuenta de que en realidad no eran tales
pues no fue un camino el que recorriste para llegar,
sino más bien una estaca profunda
que consigues arrancarte, rabioso
para liberar tu corazón de esa necrosis que le impedía sentir

Y entonces te conmueves grandemente al recuperarlo
­—sólo tú sabes lo que eso significa—
porque sabes que, por fin,
llegó la redención que te mereces.

Fidelidad


Me parece increíble cómo, día tras día, a medida que hablas con más gente, te das cuenta de que eso de la ‘fidelidad’ se lleva cada vez menos. En un mundo en el que cada vez nos dejamos llevar más por las pasiones más mundanas, dejamos demasiadas veces de lado los valores más fundamentales, poniendo por delante el placer efímero y superficial. Como en tantas otras ocasiones, prima más el resultado en sí mismo que el cómo se consigue; y en este caso particular, el de una infidelidad, ¿qué más da mientras nadie se entere? 

Y es que quien menos te lo esperas te la puede jugar. Desde el chico más dulce hasta la dama más recatada. ¿Dónde está el amor entonces? Y si quizás lo que ocurra es que en el fondo la pareja no está enamorada, ¿dónde queda, al menos, el respeto? Pero he descubierto que para mucha gente eso en realidad da igual, puesto que la pregunta que se hacen es esa otra mucho más simple: ¿Y eso qué más da, mientras nadie lo sepa…? Me atrevería a decir que a veces los valores son tan pobres que ni siquiera se paran a pensarlo, que el remordimiento no existe. Como un niño que llora y, al poco, ríe.

En fin. Reconozco que siempre he sido un tanto ignorante para este tipo de cosas (yo tampoco estoy completamente libre de pecado), pero no deja de ser curioso observar cómo lo que teóricamente está bien –y por ende, debiera ser lo normal– no es precisamente lo habitual en nuestros días. O será que esto siempre fue así y yo aún no me había enterado…

La gasolinera

   Cada lunes, miércoles y viernes nos veía venir de lejos, prácticamente a la misma hora. Poco antes del comienzo del atardecer, salíamos del entrenamiento de hockey y tomábamos el camino de retorno a casa. Salíamos de la cancha con nuestros patines y nuestros palos, recorriendo las calles del barrio hasta llegar al punto donde más tarde nos separaríamos:  la gasolinera.

   Ese lugar se convirtió durante un tiempo en algo simbólico para nosotros. Era como un pequeño oasis cuyo autoservicio nos proporcionaba líquido para saciar nuestra sed. Y es que diría que nunca se dio la ocasión en la que todos lleváramos nuestra propia botella de agua al entrenamiento, por lo que al final siempre había que compartirla y acabábamos algo sedientos.

   Y así, mientras nos refrescábamos, nos entreteníamos hablando un rato sentados en la acera, al lado del local. Con nuestros rostros sudados y nuestra inusual indumentaria –creo que todos, menos yo, solían llevar una camiseta de hockey hielo– no dejábamos de ser un grupo un tanto variopinto, pero se me antoja pensar que aquello hacía del momento aún más memorable. Si bien debo reconocer que no alcanzo a recordar el tema de nuestras conversaciones, sí que recuerdo lo más importante: las sonrisas, la buena compañía y la armonía de una amistad inocente. Estábamos simplemente a gusto en una rutina que entonces nos placía; nos unían gustos e ideas similares.

   A veces paso por esa gasolinera sin que me invada ningún sentimiento. Pero otras, como hoy, me vienen en un segundo decenas de imágenes de aquellos años de juegos, hockey y amigos.  Y entonces sonrío porque sé que, si se diera el caso, también ahora disfrutaría con unos momentos tan sencillos y especiales. Y es que, a pesar de que ha pasado ya mucho tiempo, lo recuerdo y puedo sentirlo como si fuera ayer.