Espejismo

   A veces creo verte.

   Paseo por la calle, tranquilo y como todos los días cuando, de repente, te veo a lo lejos, de espaldas a mí. Te veo de espaldas y cuando te das la vuelta desapareces sin apenas darme tiempo a pestañear, percatándome entonces de que tú no eres tú (quién sabe si, tal vez, en realidad nunca lo fuiste...).

   En tal instante, tras esa broma pesada, es cuando apareces una vez más en mi recuerdo, y se me antoja pensar que ese espejismo absurdo y repetido es fiel reflejo de lo que un día fue, de lo que un día creí tener y al final no. Entonces, aún sin estar presente, logras materializarte firme en mis pensamientos.

   A veces, en efecto, creo verte.

   Siempre dándome la espalda (tu preciosa espalda), jamás de frente... como si quisieras jugar conmigo, en silencio, para luego parecer arrepentirte.

   Y me doy cuenta de que el olvido es mentira, que la reiterada ilusión no es más que una traición del subconsciente, una erupción espontánea de recuerdos reprimidos que luchan con vehemencia por salir y explayarse a sus anchas: tal es la presión que hace indomables las grandes pasiones.

   Sí. A veces creo verte. De espaldas a mí, sin dar nunca la cara, pero siempre de igual manera: como una gran (des)ilusión...

Sin salir de la ciudad

   Viajar era una de las grandes pasiones de Ernesto. No obstante, económicamente hablando era un hombre más bien modesto, por lo que rara vez podía coger el avión o el tren para irse a otras latitudes. Así que cierto día decidió que lo mejor que podía hacer era entretenerse paseando a pie o en bicicleta por los rincones más diversos de la ciudad.

   Más allá de los grandes parques y avenidas peatonales, que también frecuentaba con asiduidad, empezó a disfrutar recorriendo los callejones y recovecos más escondidos. De tal manera había llegado a conocer de primera mano muchos lugares, personas y costumbres olvidados por aquellos que ostentan el poder, pero que son tan reales —y sin duda mucho más auténticos— que lo que a primera vista un turista cualquiera podría llegar a discernir.

   Ernesto aprendió entonces que la ciudad era grande. Lo suficientemente grande como para plantearse un buen viaje a través de sus barrios o para explorar mil rutas diferentes entre dos puntos distantes; para permitirse el lujo de tomar un poco de aire fresco en medio de la abrumadora monotonía diaria o para descubrir que los mejores rincones de la urbe no tenían por qué estar reflejados en los mapas ni en las guías. Ernesto aprendió, en definitiva, que con el espíritu adecuado podía llegar a hacer auténticos viajes sin salir de su propia ciudad.

Menudos poetas

   Muchos no saben ni escribir ni pintar, ni son artistas ni actores de teatro, pero son poetas...

   Para ellos no existen días monótonos. Desde que se despiertan por la mañana hasta el anochecer se presentan ante sus ojos mil situaciones dignas de su atención, un millón de pequeñas historias que bajo sus atentas miradas se tornan en grandes descubrimientos. Así, mientras unos (los mayores) perciben sus días como meras copias de historias ya acontecidas, ellos logran captar esos pequeños detalles que hace diferente cada uno de ellos, esos mismos detalles en los que a veces sólo los niños serían capaces de reparar. Y es algo que los mayores jamás podrían enseñarles, puesto que hace ya tiempo que la mayoría perdió ese don para siempre. 

   Sencillamente, está en la naturaleza de los niños ser de ese modo; siendo que sus miradas, lejos de acomodarse a lo estrictamente fundamental y práctico de las mil sensaciones que captan cada segundo, son capaces mejor que nadie de percibir la melodía inherente a cada escena. De este modo, para ellos cada día es una nueva canción, un espectáculo innovador y único donde jamás faltan preguntas por formular ni ilusión por descubrir.

   Y es así como los niños, aún sin poder escribir, ni pintar ni tocar música, son poetas...