Sin salir de la ciudad

   Viajar era una de las grandes pasiones de Ernesto. No obstante, económicamente hablando era un hombre más bien modesto, por lo que rara vez podía coger el avión o el tren para irse a otras latitudes. Así que cierto día decidió que lo mejor que podía hacer era entretenerse paseando a pie o en bicicleta por los rincones más diversos de la ciudad.

   Más allá de los grandes parques y avenidas peatonales, que también frecuentaba con asiduidad, empezó a disfrutar recorriendo los callejones y recovecos más escondidos. De tal manera había llegado a conocer de primera mano muchos lugares, personas y costumbres olvidados por aquellos que ostentan el poder, pero que son tan reales —y sin duda mucho más auténticos— que lo que a primera vista un turista cualquiera podría llegar a discernir.

   Ernesto aprendió entonces que la ciudad era grande. Lo suficientemente grande como para plantearse un buen viaje a través de sus barrios o para explorar mil rutas diferentes entre dos puntos distantes; para permitirse el lujo de tomar un poco de aire fresco en medio de la abrumadora monotonía diaria o para descubrir que los mejores rincones de la urbe no tenían por qué estar reflejados en los mapas ni en las guías. Ernesto aprendió, en definitiva, que con el espíritu adecuado podía llegar a hacer auténticos viajes sin salir de su propia ciudad.

2 comentarios:

Belén dijo...

Tienes razón, hay muchas formas de viajar...

Besicos

Anónimo dijo...

Dudo que haya muchas personas en la isla que la conozcan tan en profundidad como tu. Eres una persona especial sin duda alguna, que busca en lo mundano la riqueza de una tierra maravillosa. Estoy segura de que uno aprende a amar lo que tiene cuanto mas profundiza en la belleza mas simple y habitual de las cosas.