Sábado noche

   Cuando María bailaba con Pedro era incapaz de ocultar su sonrisa.

   Ambos solían frecuentar con idéntica constancia una de las tantas discotecas latinas que había en la ciudad. La costumbre había hecho que a ellos les gustara ésa y no otra, así que, yendo por separado, se veían allí casi todos los sábados.

   Sin embargo, en verdad apenas se conocían. Llevaban compartiendo local y  baile desde hacía meses, pero las palabras que intercambiaron nunca fueron las suficientes como para considerarse algo más que simples conocidos. Aún así, María, siempre ataviada con sus mejores galas, solía esperar con ansias el momento en que Pedro la sacara a bailar: más tarde o más temprano nunca dejaba de hacerlo. Entonces llegaban los mejores minutos de la noche, en los que su compañero marcaba los pasos con suma elegancia a la par que ella se lucía como sólo con él sabía hacerlo. Habían logrado convertirse, de hecho, en la mejor pareja de baile del local, y su danza era aplaudida con júbilo incluso por otros bailarines muy diestros.

   Pero tras acabar ese vaivén que la embelesaba, para ella la noche solía estar acabada: un breve intercambio de palabras con su compañero y éste terminaba por disculparse con prontitud, para seguir la fiesta en otro lado. Así que luego de esperar —durante horas si hacía falta— su pequeño momento de gloria, no tardaba demasiado en abandonar el local. Como mucho tomaba alguna otra copa, para así poder contemplarle durante unos minutos más, mientras éste se entretenía flirteando en la barra con alguna moza de buen ver. Ella los observaba con la discreción propia de cualquier mujer, sentada en unos de los sofás del fondo, donde a su vez  dejaba que algún muchacho ingenuo le contara cosas que en verdad desoía. Hasta que, aún con la copa en la mesa y el muchacho con las palabras en la boca, decidía que allí no pintaba nada y lo mejor era marcharse. Y con parsimonia recorría a pie los veinticinco minutos que la separaban de su casa; le gustaba caminar porque era algo que le ayudaba a reflexionar, sobre todo en aquellas madrugadas de los sábados. Al llegar, se despojaba de sus atavíos, se duchaba y se ponía frente al espejo para quitarse el maquillaje con igual dilación. Muchas veces —la mayoría— las lágrimas le ayudaban, pues solían correr tristes por sus mejillas cuando pensaba y repensaba que Pedro, en realidad, nunca sonreía cuando bailaba con ella.