Hechos, más que palabras

  Manuel y Sancho solían disponer de media hora para abandonar su puesto de trabajo e ir a cenar algo a alguna cafetería de la zona. Como no se podían ir los dos a la vez, se veían obligados a turnarse para disfrutar a solas de su bocadillo y su café. Ambos eran vigilantes de seguridad de un céntrico museo de la ciudad, y en sus largas y aburridas jornadas nocturnas de doce horas surgían temas de conversación de muy diversa índole:

—¿Que te diga lo que es para mí la amistad? —respondía Sancho a la pregunta de su compañero—    Esta vez me lo has puesto difícil, ¿eh? La verdad es que no sabría responderte, a pesar de que creo saber lo que es... —tras quedarse unos segundos en actitud pensativa, miró el reloj espontáneamente, como si se hubiera acordado de algo— Meditaré sobre ello mientras me tomo un café, que ya se han pasado cinco minutos de mi descanso. ¡Hasta ahora!

  Al poco tiempo llegaron al puesto dos desconocidos.
—Buenas noches —saludó uno de ellos—, somos amigos de Sancho, y veníamos a ver si estaba por aquí para hacerle un poco de compañía. ¿No le tocaba trabajar hoy?

—Sí, está allí, en la cafetería de enfrente —respondió Manuel, precisando con su dedo índice el lugar indicado—. Es que a esta hora le toca su descanso, hasta las diez.

  El mismo individuo asintió:
—Sí, algo nos había comentado. Pues entonces creo que iremos a molestarle un rato a la cafetería —bromeó, mientras él y su compañero se disponían a cruzar la carretera—. Buenas noches.

  Manuel permaneció en su puesto observando abstraído a los dos individuos alejarse, en busca de su amigo: «Situaciones así deben de ser lo que al final definan la amistad —reflexionó—, aunque no se encuentren palabras para describirla».

Carta a S.M.P.


  Lo primero que me siento obligado a hacer antes de escribir nada es pedirte disculpas. Pedirte que me perdones por no haber redactado esta carta antes, hace ya casi dos años, cuando dejé pasar los días en vano sin revelarte lo importante que fuiste para mí.

   Por alguna razón que no alcanzo a comprender, adoro cuando, de manera espontánea, mi cerebro decide guardar el recuerdo exacto de ese primer encuentro que acontece cuando te topas con alguien que, sin saberlo, te va a acompañar durante un pequeño tramo de tu vida. Verdaderamente hay muy pocas personas en mi vida de las que pueda decir que conservo esa primera imagen intacta en mi mente. Y tú, aún desconociendo qué fenómeno es el que hace que eso suceda, eres una de ellas.
  Soy capaz de verte allí, en nuestro primer día en el barracón, valorando qué taquilla estaba en mejores condiciones para mantener tus pertenencias a salvo de tanto desconocido. Me llamó la atención tu rostro sereno y deseé estar tan seguro de mí mismo como lo estabas tú en aquel nuevo y hostil lugar. Sospeché que debías tener más o menos mi edad —pensé que probablemente serías algo mayor que yo— y eso me hizo sentir un poco más seguro. Intercambiamos un par de palabras cordiales —saludo, procedencia, destino elegido y poco más—, tras lo cual pude darme cuenta de que posiblemente no serías ningún malaje de los muchos que pululaban por el resto de las camaretas. No obstante, si bien yo también pude caerte bien en aquel primer encuentro, podría adivinar que durante aquella noche cambiaste de opinión al sufrir las consecuencias de dormir en la misma litera que alguien que se mueve tanto como yo.

   Pasaron unos primeros días de stress y nuevos conocimientos sobre el oficio al que ambos habíamos decidido dedicar nuestras vidas. Tras las duras jornadas de instrucción solíamos reunirnos en el patio para contarnos las aventuras y desventuras acaecidas durante el día, bromeando a veces sobre lo adelantados que íbamos en nuestras respectivas secciones. Pero hablábamos, sobre todo, de nuestro pasado, de las razones por las que habíamos decidido llegar hasta allí y de las ilusiones puestas en un futuro que entonces resultaba ser demasiado perfecto. Y es que, aunque repitiéramos mil veces el mismo tema de conversación, eran tantas las esperanzas que habíamos depositado en nuestra arriesgada decisión que jamás llegamos a cansarnos de hablar siempre lo mismo. No sé si lo que nos llegó a unir más fue nuestra mutua idea de elegir como destino aquél lejano lugar del Pirineo o la afinidad que parecía haber entre nosotros, pero lo cierto era que nuestro vínculo comenzaba a ser, a las pocas semanas, bastante fuerte.

   Siempre fuiste mucho más duro que yo. Para una frágil personalidad como la mía, una situación como la que allí vivíamos un día tras otro menguaba cada vez más el intenso fuego con el que había llegado. Y tú supiste siempre animarme, apoyarme y consolar mis emociones. Ya fuera sentados en algún banco del patio de armas —bajo la preciosa puesta de sol extremeña—, escapando al campo y a los pueblos en inolvidable fin de semana o incluso invitándome a tu casa haciéndome sentir como en la mía propia —mi hogar quedaba demasiado lejos como para ir sólo dos días—, siempre agradeceré tus sabias palabras y la mera observación de tu comportamiento ejemplar. Pues para mí tu entereza y ademanes fueron siempre unas virtudes que admiré con fervor; a pesar de no ser mucho mayor que yo, sí que tenías muchas más experiencias que nunca te negaste a ilustrar con la mejor de las intenciones.

   Me enseñaste, como digo, entereza y saber estar. Aspectos que no sólo me ayudaron en el oficio, sino también fuera de él. Aprendí a disfrutar realmente de mi tiempo de ocio, a darle importancia al vínculo familiar, a que siempre es bueno tener cierto estilo que te caracterice e incluso a tratar de mejorar mi deficiente habilidad para el flirteo. Muchos podrían pensar que ésta no es más que una gran ristra de banalidades, pero sin embargo puedo decir que para mí fueron importantes en aquel momento. Se me ocurre que si tuviera que resumirlo todo la base residiría en que aprendí, en definitiva, a ser más detallista; que los detalles, por muy ínfimos que fueran, podían llegar a ser muy importantes en la vida. Y cierto es que aún estoy en fase de aprendizaje pues, como sabes, me empeño muchas veces en ser demasiado sencillo para ciertas cosas.

   Más tarde llegaría la segunda y más larga fase de nuestra experiencia. Dejamos el calor sofocante de las llanuras extremeñas para adentrarnos de lleno en la otra cara de la moneda: la nieve, las montañas y —yo lo acusé más que tú— el frío. Recuerdo que solía comentar en la mitad de las maniobras que si verdaderamente hubiera sabido con anterioridad lo que significaba esta palabra, jamás se me hubiera ocurrido alistarme en una unidad como aquélla. Pero con el tiempo creo que ambos nos hicimos fuertes y dejamos de tenerle tanto miedo (¡Qué remedio! Aún nos quedaba más de año y medio por delante...).  
  Sabes que para mí el comienzo de esta segunda etapa fue un verdadero martirio. Un fatal revés a lo que mis ilusiones esperaban de aquel lugar; era, en definitiva, un error más en mi ya un tanto alocada vida. Quisimos, de hecho, irnos de allí, tal como la mayoría de los 'pollos' que llegaban nuevos. Y al comprobar lo difícil que era viste cómo la frustración hizo que mis ojos derramaran más de una lágrima de tristeza y desolación; pero tú seguías estando a mi lado para consolarme. Era como si me estuvieras preparando para lo que pocos meses más tarde sucedería: el momento en que nos separaron de compañía. Muchas veces me pregunto qué hubiera sido de mí de no haber tenido la fuerza que tú supiste inspirarme, pues estoy seguro de que fue un factor clave en mi posterior y exitosa adaptación a la nueva situación que me esperaba.

   Todo esto y mucho más es lo que te debo, mi querido amigo. Y estas palabras no quieren ser más que una humilde muestra de agradecimiento que también te sirvan, en los momentos en los que te encuentres abatido, para recordarte lo mucho que vales y puedes llegar a hacer valer a la gente que te rodea. Porque a pesar de los defectos que puedas tener —y de los que también pude aprender e incluso discutir contigo— las bondades que te caracterizan podrían fácilmente eclipsarlos por completo. Al menos es así es como yo creo que vale la pena recordarte. Porque sabes, tú que me conoces, que si todo esto que te he contado no fuera algo en verdad valioso para mí probablemente ya me habría olvidado de ello a estas alturas.

La habilidad aprendida

  En el complejísimo entramado de conexiones que durante toda su vida se había ido fraguando, cada vez parecía costar más establecer nuevos enlaces. Poseía un cerebro activo, dispuesto a enmarañarse aún más con tal de seguir introduciendo nuevos datos que le hicieran más sofisticado. Si bien no era el de antaño, la perseverancia y el optimismo podían todavía hacer que en los caminos neuronales de siempre se generaran nuevas ramificaciones. Así que, poco a poco, los pequeños impulsos eléctricos fueron insistiendo una y otra vez, ilusionados, intentando cambiar una vez más lo establecido tanto arriba, en el cerebro, como en el camino hacia y desde los músculos. Se repetían una y otra vez, un intento tras otro, informando al detalle sobre los errores cometidos. Se trataba de un trabajo fino, preciso, cuyo método de aprendizaje no podía ser otro que el ensayar, errar y corregir. Y así, mil veces.

   De repente, cierto día, sucedió lo inesperado. María, a sus 48 años de edad, aprendiz de tenista a destiempo, pero con suma ilusión y ganas, logró plasmar en su circuito neuronal todas las horas que había dedicado al entrenamiento de su saque. Cerrando los ojos en su enésimo intento, respiró profundamente, concentrada en la acción, para luego lanzar la bola al aire con serenidad. La sintió ascender con sorprendente lentitud —como si hubiera logrado que el tiempo se ralentizara por momentos— y, al adivinar el punto exacto para golpearla con precisión, hizo lo propio para encajar el hasta aquel momento mejor saque de su vida.

Éxtasis

  La oscuridad se había presentado hacía ya unas cuantas horas. Aquella noche de martes presentaba una temperatura agradable, salvo por alguna ligera brisa fresca que, caprichosa, le viniera en gana pasear por las entonces solitarias calles de la ciudad. Él, en aquella callejuela perdida del centro, ataviado con sus ya un tanto curtidas zapatillas, su viejo pantalón corto y una holgada camiseta de tirantes, se disponía a comenzar una vez más, tras demasiado tiempo sin probarlo, el único y auténtico ritual que le hacía sentir realmente vivo.

  Había pasado mucho tiempo desde su última dosis. Las circunstancias no habían sido buenas en los últimos meses, pero tanto tiempo sin volver a volar le estaba creando un mono que debía apagar de alguna manera. Recordaba aquéllos, sus mejores tiempos, en los que podía ser capaz de sentir a menudo esa energía fluyendo con vehemencia por sus venas. Y se convencía a sí mismo de que efectivamente eran tiempos mejores. 

  Pensaba que nadie le comprendía. De hecho, tras varios intentos frustrantes de describir las emociones que en su interior se generaban, había llegado a la conclusión de que aquéllas llegaban tan profundo que realmente no había manera efectiva de expresarlas. O quizás -pensaba en ocasiones para sus adentros- no tenía el arte suficiente para materializarlas en palabras. En cualquier caso estaba convencido de que le pertenecían de una manera casi íntima. Era, por tanto, una situación en verdad especial. De esas que uno nunca quiere que se acaben, si bien su efímera duración pudiera ser el secreto de su embaucador encanto. 

  Sonreía para sí mismo al pensar en ello. Era un auténtico placer. Uno de los tantos que la vida puede llegar a plantear. Pero para él era sin duda uno de los más significativos. Aquella droga lo hacía volar como ninguna otra; le hacía sentir tremendamente fuerte, como un héroe de las películas, inmune a cualquier cosa que, desde el exterior, pudiera entorpecer su éxtasis. Era la total evasión de un mundo en ocasiones hostil, proporcionándole tal dominio de la concentración que llegaba a ser capaz de enfocar el pensamiento de la manera más pura que conocía: la vivencia más profunda y real del "estar, aquí, ahora". Era, en definitiva, la auténtica fusión con el momento vivido. Y aunque el instante culmen fuera cuestión de tan solo unos segundos, la sensación de libertad que todo aquello le generaba era para él sumamente valiosa. Entendió entonces que sólo aquel que la haya experimentado sería capaz de comprenderle.

  Lo mejor de todo era que estaba convencido de que la droga era totalmente pura. Aunque le pudieran llamar ingenuo, sabía que no se trataba de ninguna mezcla extraña y mortal, pues conocía de buena tinta -si bien no de manera exacta- de dónde provenía. De hecho, había leído alguna vez sobre ello: se podía encontrar en algún lugar entre la ansiedad y el aburrimiento, donde el reto y su propia destreza se enfrentaran en una exquisita lucha en la que, al final, acabaran fusionándose para crear la plácida sensación de fluidez interior. Así que, desde aquella vieja y perdida callejuela, bajo las luces de un bonito cielo estrellado, se dispuso a volver a alcanzar el éxtasis por medio de su propia droga endógena. Comenzó entonces su solitario y ligero trote , al son de la fría y nocturna brisa, en busca de unos cuantos segundos de total evasión; allá en la cota más alta posible del canal de flujo. Y es que, para un afanoso atleta como él, ninguna otra cosa le hacía volar tan alto.