El fantasma de la abulia

   Un fantasma enmascarado anda suelto. Recorre una y otra vez las calles del barrio, infiltrándose en las casas, inyectando apatía por doquier e importunando a sus habitantes para robar sus energías.

   – Arriba las manos: ¡esto es un atraco! –le dice a una de sus víctimas.

   El transeúnte, que estaba paseando tranquilo disfrutando de una tarde placentera, levanta asustado los brazos.

   – Pero, ¿por qué...?, ¿quién eres? –repone confuso.

   –¿Acaso no me ves? –contesta el fantasma–  Soy la nostalgia... ¡soy el miedo!. Soy la desidia que te invade en los momentos depresivos, y la melancolía en tus estados de añoranza. Mi sino es vagar atracando y paralizando a las personas débiles, aunque también disfruto atentando contra las personas excesivamente felices; es fácil dejar pasmados a esos idiotas, pues siempre se quedan pensando en los recuerdos bellos del pasado.

   –¿Y qué quieres de mí, tú, que vas enmascarado cual vulgar atracador de bancos? No tengo dinero ni joyas, no tengo nada que darte salvo mis esperanzas y mi vida propia.

   –¡Eso es, de hecho, lo que más me gusta! –exclama entre risas sardónicas–: robar vidas, paralizarlas en el tiempo para que no puedan seguir avanzando… –añade mientras se frota las manos en gesto de victoria. La víctima, sin embargo, se da la vuelta y se aleja con repentina tranquilidad. 

   –Pero, ¿adónde crees que vas? –el fantasma queda indignado al no dar crédito a tal reacción ¿no entiendes que esto es un atraco? ¡Arriba las manos he dicho! 

   El transeúnte se vuelve nuevamente hacia el fantasma, y se dirige a él ahora con total sosiego. 

   –Te recuerdo –asiente con la cabeza en un gesto de confirmación. Ahora sé quién se esconde tras esa máscara. No es la primera vez que me dejas pasmado, con los brazos en alto, mientras dejo que me robes las ilusiones del futuro. Sí... no hay duda, ¡eres el fantasma de la abulia!, que has vuelto a la ciudad para saciar tu sed. Pero he aprendido y han dejado de interesarme tus sermones y tu demagogia para evitar mi avance; ahora sé que tú no eres más que basura, y por eso me voy sin escucharte. Adiós.

   El fantasma, llevo de rabia, corre hacia el transeúnte e intenta retenerlo por la fuerza, pero su consistencia volátil hace que atraviese el cuerpo de su víctima, cayendo de bruces contra el suelo. El transeúnte, ahora de pie frente al maltrecho fantasma, deja escapar cierta sonrisa al observar la lastimosa situación en la que éste se encuentra.

   –Me temo que ahora eres tú el que no entiende, fantasma de la abulia. He dicho que he aprendido, y sé que no puedes obligarme a detenerme si no quiero. ¡Desiste! ¿Es que no puedes ver, como yo, la obviedad de la situación?

   –¿Qué obviedad…? ¿Qué… qué te resulta tan obvio, maldito? –pregunta encolerizado.

   –Pues que yo existo y padezco, y también razono, siento y aprendo. Y sin embargo tú… pues eso... –se encoje de hombros y, mientras se aleja definitivamente, añade–: tú no eres más que un fantasma...

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