3.270

  Alcanzaríamos la cima al día siguiente, al amanecer.  Veríamos el sol aparecer por entre las nubes, desde el punto más alto de las islas, y observaríamos la gran sombra que a esas horas proyecta el volcán hacia el oeste.

  Pero fue aquella precisa noche, a las puertas del refugio de montaña, a 3270 metros de altura, cuando ocurrió lo mejor de nuestro pequeño periplo de dos días. Allí, abrazados bajo cientos de constelaciones que nos contemplaban recíprocamente, una de las estrellas nos hizo un guiño. Se había propuesto maravillarnos a la par, gratamente, para sellar en nuestras mentes un recuerdo inolvidable; de esos cuya magia radica en que no le pertenecen solo a uno, sino que se comparte con otra persona.

   Y así lo hizo. Aquella estrella fugaz quiso entonces dejarse ver como ellas lo hacen siempre, sin previo aviso, y quizás fuera ese hecho el que hiciera único tal instante. Pues es precisamente así como, en ocasiones, las cosas buenas  vienen... 

...y se van.

                                                                                                 Pico del Teide. Tenerife.

¿Por qué no?

  Llegado aquel punto de su vida, la decisión que se le planteaba delante no era fácil. Sin embargo, había madurado. Hasta entonces, sus preocupaciones iban encaminadas a la búsqueda de las razones, al análisis del ‘por qué’ de las cosas. Así, antes de embarcarse en sus proyectos se martirizaba durante días y días preguntándose a sí mismo qué pasaría si tomara uno u otro camino.

  Pero ya no. Una nueva manera de ver la vida se le presentó de repente, como quien ve inesperadamente una estrella fugaz, sintiendo cómo, en un instante, había adquirido un conocimiento cuyo rastro seguía desde hacía bastante tiempo. Y firme y decidido prosiguió, sonriente, al tiempo que se decía para sus adentros: «¿Y por qué no?».

Desidia

   Abandonado a su propia suerte, hace tiempo que la vida parece haberle dado la espalda.  Un extraño sentimiento de soledad le invade constantemente, y es tan fuerte que ni el ser más querido es capaz de menguarlo. De tal forma sus motivaciones han caído en el oscuro pozo del olvido,  su razón de ser pasado a mejor vida y su existencia empieza a carecer de todo sentido. Él lo sabe;  y sabe que necesita respuestas. El problema es que para ello requiere un esfuerzo del que carece.

   Yo, que lo observo alejado en la distancia, puedo llegar a hacer mis propias conclusiones. Y aunque él siga pensando que ha sido víctima de un abandono, que la propia vida le ha dicho “tú no”,  no puedo más que concluir que es él mismo el que se ha abandonado a sí mismo. De hecho, diría que dentro de ese estado melancólico se encuentra en lo más profundo del pantano de la tristeza, hundido hasta el cuello en medio del cenagal...  andando a ciegas a través del lúgubre campo de la desidia; allí donde ya nada importa, donde a uno todo le da igual y la lucha se vuelve inane por el propio convencimiento de que todo está perdido. Lo reconozco porque lo he visto. Lo reconozco porque he vivido algo parecido. Y sé, por tanto,  que las razones son a veces ininteligibles, por lo que si probablemente ni él mismo sea capaz de dar las propias de su apatía, yo aún soy menos apto para ir más allá de esta mera suposición.

   Así que, sin saber realmente qué es lo correcto, me limito a observarle de lejos. Y mientras lo hago, no dejo de preguntarme si acaso es el miedo a lo desconocido el que me impide acercarme más. Desearía entonces ser más listo para entenderle mejor. O brujo, para convertirme en su dragón de la suerte y sacarle del cenagal. Otras veces, sin embargo, pienso que no debería hacer otra cosa más que actuar, sin más, y sin dejar que me engulla a mí también la desidia maldita.

Pregunta trivial. Respuesta profunda (o viceversa)

   El debate que había propuesto el profesor pudiera verse de una manera tan bien trivial como profunda: «¿Qué creen que es lo más importante en una relación de pareja?» —preguntó a sus alumnos. Las respuestas que dieron los adolescentes fueron diversas. Para unos lo más importante era el atractivo físico. Afirmaban que no puedes estar con una persona que no te entre por los ojos, porque, entre otros aspectos, en el ámbito sexual la relación no funcionaría. Otros defendían que las cosas que ambos tuvieran en común (o las que no) son cruciales: ahí es donde yace la verdadera afinidad, pues es la parcela donde la gente comparte sus ideas y emociones. Unos pocos, por otro lado, decían que muchas veces son los bienes materiales lo que en el fondo importa a mucha gente; alegaban que aunque alguien te pueda gustar, de manera casi instintiva siempre vas a ir en busca de cierta estabilidad. Finalmente, un grupo aislado sostenía que lo más valioso es estar al lado de la persona querida incluso en los peores momentos.

   Al ver aquel alumno que no había abierto la boca en toda la discusión, el profesor quiso saber su opinión. Tras unos segundos de reflexión, su respuesta resultó poder ser tan trivial o tan profunda como la propia cuestión que se le había planteado: «Obviamente, ¡lo importante es el amor!» —exclamó, sin ningún atisbo de duda.

Unión

   A veces ocurre que sólo piensas en ti. A veces pasa que necesitas centrarte en tu propio camino sin querer saber nada del resto de la gente. Y esta tendencia al aislamiento puede venirnos por varios motivos, pero al cabo podríamos considerarla siempre como una conducta individualista.

   Sin embargo, también puede ocurrir que aparezcan personas. Personas especiales. De esas que siempre aparecen cuando menos te lo esperas, o incluso cuando ya has perdido la fe en que realmente existan. Y entonces, aunque reticente en un principio, acabas (¿inevitablemente?) dejándote llevar, compartiendo ese tipo de cosas que sólo reservas para algunas personas muy concretas. Lo haces de manera íntegra, siendo tú mismo, con esa naturalidad que tan bien te hace sentir cuando te sientes libre de expresarla; la vida te ha ido enseñando poco a poco la satisfacción que eso supone.

   Sin apenas darte cuenta, has consumado una unión inolvidable. Un nuevo compañero te acompaña fiel en el camino, y tú lo aceptas porque sabes que es una pieza muy preciada en tu búsqueda personal. Te alegras, porque, de igual modo, sabes que también te has convertido en un trozo importante de su andadura, sintiendo entonces que es una unión justa y profunda, fiel y orientada sinceramente hacia un bien mutuo. Así, corren tiempos en los que no vale mirar únicamente al suelo bajo tus pies, sino también al que está bajo los del compañero: para cuidarlo, para guiarle y para sentir de verdad lo maravillosa que resulta una compañía afín.

   Finalmente, puede que todo acabe más tarde o más temprano. La tristeza es inevitable cuando se rompen este tipo de nexos, y por mucho que uno se haya preparado para tal momento el dolor llega y nos invade. Pero es entonces cuando  nos conviene recordar más que nunca lo fundamental: que si bien la unión física desaparece, el lazo que junta las almas de los participantes permanece, eterno, en lo más profundo de los corazones.