Femenil (2)

  Coqueta y delicada, criticada por muchos por lo ostentoso de sus trajes, caminaba siempre por las calles del barrio con idéntico rostro altivo. Fiel a un horario fijo, raro era el día en que se retrasara algún minuto en sus rutinarias tareas matutinas. Le encantaba vestir con un glamour que nunca pasaba desapercibido: desde el look más informal hasta la última tendencia en moda, más retro si hacía falta o con un estilo deportivo si la situación lo requería. Y si bien no siempre estaba en concordancia con la moda predominante a su alrededor, ella se sentía libre y feliz con sus lindos atavíos. Al fin y al cabo, consideraba que siempre iba a la última —o, si esto no era del todo cierto, se convencía a sí misma de que así era—. Y pensar de esa manera le gustaba.

  Tenía una fina belleza natural que muchas otras mujeres envidiaban. Podían ser capaces de criticar su delicado rostro o su ondulado y largo cabello, color azabache, sin ningún motivo digno de mención. Se dirían entre ellas que sus piernas se deterioraban con el tiempo, o que su femenina cintura dejaría de serlo tanto en un par de años, pero ella, que un día decidió ser fiel a su propio estilo, no devolvía nunca miradas dañinas. Y de ahí, sin quererlo, solía surgir espontánea la soberbia en sus andares.

  La puntualidad era pues otra de sus virtudes. Eso lo sabía muy bien el modesto operario que, también madrugador forzado, la veía siempre pasar justo cuando a él le tocaba despachar su segunda calle. Podía observarla cada día, a cual de ellos mejor ataviada, atravesando la manzana para esperar una guagua que a esa hora jamás se retrasaba. Era el mejor momento del día. Era, de hecho, el motivo que le hacía saltar de la cama en los despertares más perezosos. Y sin embargo aquél pequeño instante de luz no duraba nunca más de cinco minutos, más allá de los cuales todo retornaba nuevamente a la oscuridad de tan tempranas horas. Entonces solo le quedaba la incertidumbre de saber si volvería a gozar de su fugaz paso hasta el día siguiente o, como ocurría en alguna que otra ocasión, llegaría a contemplarla nuevamente al final de la mañana, cuando rehiciera el camino a casa al volver de sus quehaceres.

  Ella, criticada en ocasiones por su mentalidad simplista, también había sido recompensada con el don de la inteligencia. Sabía de sus críticas, intuía los pensamientos malévolos y se percataba, asimismo, de las miradas ajenas. Era parte del juego. Un juego que no era suyo pero en el que se había visto obligada a participar; y acabó haciéndolo, a pesar todo, con sumo placer. Sabía por tanto que aquel operario la miraba creyendo ingenuamente que ella no se percataba. Más allá de lo aquel hombre alcanzaba a advertir, ella siempre se adelantaba a lo que a su alrededor acontecía. Y para este caso concreto, además, le bastaba con el simple hecho de ser mujer.

  Pero sucedió que poco tiempo después aquella mirada había dejado de existir. Y con esa pérdida también se había esfumado parte de su ego. Ya no vería más al joven muchacho que cada mañana levantaba la vista tímido y disimulado para observarla; se había ido aquél al que, traicionada por su propia altivez, jamás devolvió la más mínima sonrisa. En su particular juego cada día ganaba y perdía decenas de miradas. No tenía mayor importancia ni preocupación, pues sabía que, al fin y al cabo, era un juego amañado en el que ella siempre saldría vencedora. Pero aquella ocasión era bien particular. Era diferente porque con el tiempo había sido capaz de aprender a distinguir unas miradas de otras. Y aquella que recibía al alba cada mañana no era en exceso concupiscente, ni tampoco recelosa, mucho menos aún obscena; sentía que lograba ver, de hecho, más allá que cualquier otra. Había perdido una mirada amiga, quizás su más honesto admirador.

  Sin embargo no tenía tiempo para lamentarse. Su juego era exigente, delicado, casi quebradizo. Siguió entonces fiel a sus horarios y rutina, exhibiendo sin quererlo su distinguida belleza, siempre con sutiles aderezos de deliberado coqueteo. Y soportando mil miradas banales, soberbia forzada en su caminar, añoró en adelante aquélla que había visto en ella, sin conocerla, el anhelo más profundo que en su interior se escondía, enmascarado por sus propias pulseras y collares.

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