Éxtasis

  La oscuridad se había presentado hacía ya unas cuantas horas. Aquella noche de martes presentaba una temperatura agradable, salvo por alguna ligera brisa fresca que, caprichosa, le viniera en gana pasear por las entonces solitarias calles de la ciudad. Él, en aquella callejuela perdida del centro, ataviado con sus ya un tanto curtidas zapatillas, su viejo pantalón corto y una holgada camiseta de tirantes, se disponía a comenzar una vez más, tras demasiado tiempo sin probarlo, el único y auténtico ritual que le hacía sentir realmente vivo.

  Había pasado mucho tiempo desde su última dosis. Las circunstancias no habían sido buenas en los últimos meses, pero tanto tiempo sin volver a volar le estaba creando un mono que debía apagar de alguna manera. Recordaba aquéllos, sus mejores tiempos, en los que podía ser capaz de sentir a menudo esa energía fluyendo con vehemencia por sus venas. Y se convencía a sí mismo de que efectivamente eran tiempos mejores. 

  Pensaba que nadie le comprendía. De hecho, tras varios intentos frustrantes de describir las emociones que en su interior se generaban, había llegado a la conclusión de que aquéllas llegaban tan profundo que realmente no había manera efectiva de expresarlas. O quizás -pensaba en ocasiones para sus adentros- no tenía el arte suficiente para materializarlas en palabras. En cualquier caso estaba convencido de que le pertenecían de una manera casi íntima. Era, por tanto, una situación en verdad especial. De esas que uno nunca quiere que se acaben, si bien su efímera duración pudiera ser el secreto de su embaucador encanto. 

  Sonreía para sí mismo al pensar en ello. Era un auténtico placer. Uno de los tantos que la vida puede llegar a plantear. Pero para él era sin duda uno de los más significativos. Aquella droga lo hacía volar como ninguna otra; le hacía sentir tremendamente fuerte, como un héroe de las películas, inmune a cualquier cosa que, desde el exterior, pudiera entorpecer su éxtasis. Era la total evasión de un mundo en ocasiones hostil, proporcionándole tal dominio de la concentración que llegaba a ser capaz de enfocar el pensamiento de la manera más pura que conocía: la vivencia más profunda y real del "estar, aquí, ahora". Era, en definitiva, la auténtica fusión con el momento vivido. Y aunque el instante culmen fuera cuestión de tan solo unos segundos, la sensación de libertad que todo aquello le generaba era para él sumamente valiosa. Entendió entonces que sólo aquel que la haya experimentado sería capaz de comprenderle.

  Lo mejor de todo era que estaba convencido de que la droga era totalmente pura. Aunque le pudieran llamar ingenuo, sabía que no se trataba de ninguna mezcla extraña y mortal, pues conocía de buena tinta -si bien no de manera exacta- de dónde provenía. De hecho, había leído alguna vez sobre ello: se podía encontrar en algún lugar entre la ansiedad y el aburrimiento, donde el reto y su propia destreza se enfrentaran en una exquisita lucha en la que, al final, acabaran fusionándose para crear la plácida sensación de fluidez interior. Así que, desde aquella vieja y perdida callejuela, bajo las luces de un bonito cielo estrellado, se dispuso a volver a alcanzar el éxtasis por medio de su propia droga endógena. Comenzó entonces su solitario y ligero trote , al son de la fría y nocturna brisa, en busca de unos cuantos segundos de total evasión; allá en la cota más alta posible del canal de flujo. Y es que, para un afanoso atleta como él, ninguna otra cosa le hacía volar tan alto.

1 comentario:

Belén dijo...

Un parte de camino, que queda entre el aburrimiento y el tedio... interesante...

Besicos