El shock

   Me dijo que todo ocurrió de repente. Vio el relámpago y acto seguido el rayo ya estaba cayendo sobre él. Lo único que le dio tiempo a pensar es que le pilló desnudo, sin tregua… me dijo que ni siquiera le dio tiempo a meditar respuesta alguna. Entonces, cegado por el resplandor, sintió el choque en su pecho: por sus heridas puedo decir que el pobre cayó redondo al suelo. De todas formas, te diré que aquel chico estaba loco… ¡sabía que había tormenta y sin embargo se aventuró a salir! Fue una suerte para él que estuviera pasando por allí. Me dijo que no me preocupara, que tenía la cura en su propio bolsillo, pero necesitaba mi ayuda porque no tenía fuerzas para alcanzarla. Aunque todo aquello me parecía un poco raro, accedí. Se trataba de una simple cápsula, vulgar, sin nada especial. Decía que la había creado él mismo para esos casos, aunque tenía que mejorarla porque su efecto tardaba aún demasiado tiempo en hacerse notar. Me aseguró, de hecho, que con cada shock que sufría  lograba añadir efectividad a su remedio. Por fin se tomó la pastilla y poco a poco fue recuperando el tono. Al rato, después de contarme su experiencia, se despidió muy agradecido y ya no he tenido más noticias suyas. Lo único que conservo de él son un par de esas pastillas misteriosas, que me regaló antes de irse. «No abuses de ellas», me dijo, «pero si un día notas que tu corazón se rompe, tómate una. Te vendrá bien...».

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