Ocurrió en San Gregorio

Los vehículos oruga de montaña, denominados T.O.M., avanzaban raudos hacia el enemigo tan rápido como el terreno lo permitía. En una formación en guerrilla, los tres vehículos avanzaban paralelamente dejando una distancia entre sí de entre 50 y 100 metros. En los rígidos asientos de la cabina trasera las maltrechas posaderas de los soldados se resentían por cada bache que el T.O.M. cogía, aunque en aquel momento lo cierto era que con los nervios previos a la entrada en combate aquello carecía de la más absoluta importancia. En una de las cabinas traseras , la del vehículo central, cuatro miembros de un pelotón preparaban todo para salir en cualquier momento del vehículo.

La misión específica encomendada a la primera sección de la tercera compañía del batallón Pirineos, cazadores de montaña, era tomar una cota ocupada por un pelotón de soldados enemigos. Encuadrados en un despliegue mucho mayor, ellos formaban sólo una pequeña pieza de un gran puzle sin la que, probablemente, la consecución del objetivo no podría ser igual de efectiva. Ellos, conscientes su importancia, saldrían y darían los ‘barrigazos’ tan bien como sabían.

Tras una última bajada con pronunciada pendiente los soldados Lozano, Olano, Zavala y Cruz ultimaban su equipo porque sabían bien que la salida era inminente. El vehículo se detuvo al poco y, tras oír los dos pitidos de alerta, Lozano abrió la compuerta y salieron los cuatro, dos a cada lado, desplegándose junto al resto del pelotón a la vanguardia del vehículo. El sargento Montañez, jefe del primer pelotón, ya había lanzado los botes de humo que formarían una cortina que cubriría su posición. A su lado, el radio, Giraut, que no se despegaba de él en ningún momento para poder tener conexión con los demás jefes de pelotón y con el capitán. El cabo Castiñeiras, a su vez, también permanecía cuerpo a tierra en su sitio listo para la acción. Al poco tiempo el sargento dio la orden:

-¡Vamos, señores! ¡Saltamos y pasamos la cortina de humo!

Ipso facto el pelotón se levantó y atravesó la cortina logrando vislumbrar la cota que debían conquistar. Hicieron nuevamente cuerpo a tierra y esperaron a que los otros dos pelotones atravesaran también la cortina de humo que, desplazada por el viento, comenzaba a servir ya de poco. Realizaron así dos o tres saltos hasta que el sargento dio la orden de fuego de ametralladoras. Fue entonces cuando las amelis y las mgs de la sección comenzaron a batir la zona del enemigo. En el primer pelotón, Lozano y Olano, tiradores ambos de ameli, saltaban y se asentaban con la suficiente agilidad como para no dejar de hacer ruido con su armamento. No era, sin embargo, su ruido el que más se hacía eco en aquellos momentos, pues el feroz rugido de las mgs de Campo y Sardá no dejaba pie al más mínimo silencio, creando ráfagas cortas y eficientes dignas de motivados tiradores como ellos.

Pero los fusiles no querían perder protagonismo en tal fiesta de rafagazos, por lo que pronto, a una distancia quizás algo mayor que sus cuatrocientos metros de alcance eficaz, comenzaron a escupir fuego.

-¡En los siguientes saltos debemos abrirnos a la izquierda! -El sargento Montañez, además de pegar tiros, también debía coordinar con éxito el movimiento de la sección y del pelotón.

La orden fue pasada de boca en boca para que todos se enteraran, pues con tanto ruido tan sólo era posible oír más que escuchar. La sección se encontraba en aquel momento dando saltos a través de una zona del terreno maliciosamente infestada de ortigas. En la mayoría de los casos ni siquiera hacía falta tumbarse pues con tan sólo poniendo rodilla en tierra era suficiente para ocultarse de las vistas del enemigo. A todos les picaba todo el cuerpo. Pero aquél no era momento para pensar en eso.

A unos veinte metros del último obstáculo el sargento ordenó dar un último salto abierto hacia la izquierda para así dejar paso a los zapadores que llegaban desde la retaguardia.

-¡Nos quedamos quietos dando apoyo hasta que los zapadores abran la brecha!

Cruz pasó la orden a su derecha:

-¡Lozano! ¡¿te has enterado?!
-¡Perfectamente!- respondió. -¡Me estoy quedando sin munición!
-¡A mí me quedan tres cargadores! ¡Hay que aguantar hasta que estemos allí! -añadió Cruz. -¡Atención, cambio cargador!

Fue entonces cuando los zapadores sobrepasaron sus líneas para irrumpir contra el último obstáculo que impedía a los infantes asaltar definitivamente la cota, lanzando sus botes de humo para intentar anular la vista del enemigo. Los cazadores, mientras tanto, daban constante apoyo de fuego en, quizás, la situación más delicada de la misión. Sobre todo para los ingenieros tan expuestos en ese momento al fuego enemigo.

En el visor óptico de su fusil el cabo Castiñeiras intentaba cuadrar uno de los objetivos de la cota. Con temple, concentración y guardando serenamente la respiración, estaba a punto de batir un objetivo bastante difícil para una distancia como aquella y un fusil hk. Pero en el momento en que empezaba a presionar el disparador vio sorprendido cómo su objetivo quedaba abatido justo en el momento en que una voz a su izquierda decía:

-¡Le ha gustado eso, mi cabo!
-¡Zavala, hijo de puta! -dijo el cabo con una sonrisa. -¡Ese objetivo era mío!

En aquel momento uno de los zapadores alertaba de que la explosión iba ya a suceder.

-¡Cuerpo a tierra!¡Cuerpo a tierra!

Olano fue el primero que, bajo el fragor de la batalla, se dio cuenta de la alerta, gritando la misma orden a sus compañeros.

-¡Cuerpo a tierra!-gritaba hacia uno y otro lado. -¡Cuerpo a tierra, mi sargento!

El estruendo fue tan grande como el daño que produjo la explosión. Y entre el humo, la tierra y el fuego un zapador, a la voz de ‘brecha abierta’, mostraba a los infantes zarandeando un banderín la puerta de la brecha animándoles a asestar el golpe final.

El primer pelotón, con Lozano al frente, fue el primero en entrar, pasando a la carrera el empinado pasillo para colocarse luego desplegados a su izquierda en las mismas posiciones que antes llevaban. El cansancio se hacía notar por doquier, pero ya estaban casi arriba. Comenzaba un fuego arrollador que pocas posibilidades dejaba al enemigo de seguir en pie, y así siguió, aún más, cuando el sargento dio la orden de asalto final.

-¡Al asaltooo!

Levantándose al instante gritaron y alzaron todos sus fusiles para encararlos descaradamente contra los puestos enemigos descargando lo que les quedaba de munición. Al ruido de sus armas unían ahora el grito de sus gargantas, imponiéndose definitivamente al enemigo.
Momentos después, tumbados en la cota, cansados y sudorosos, los soldados se jactaban de haber alcanzado con éxito su objetivo. Las siluetas quedaron agujereadas a más no poder y de los globos no quedaba rastro alguno. Pues por suerte para ellos esos eran entonces los maltrechos enemigos. Por suerte para todos aquello no era más que un ejercicio.

1 comentario:

lùaR dijo...

jajajaj ¡¡todo un number one!! ¡de película!