Con las botas puestas

   Desde hacía ya unos cuantos años había decidido dedicar la última etapa de su vida al alojamiento de viajeros. Pulula por la Plaza Mayor en busca de posibles inquilinos, ofreciendo una más de las múltiples ofertas de alojamiento que en la ciudad existen. Ella no es joven y enérgica; no vende su producto con tanta gracia como sus competidores e incluso su apariencia puede causar cierta desconfianza. Uno hasta puede pensar que es una mujer menesterosa, que por circunstancias de la vida ése es el medio que tiene una anciana para subsistir en un mundo hostil. 

   Pero no. Lo que esta señora hizo en su día no fue más que hacer una elección: la elección de no parar, de seguir en movimiento, de seguir haciendo cosas sin estancarse en el camino. Y es que a lo largo de su vida había visto irse a demasiada gente, y estaba segura de que el anquilosamiento tenía mucho que ver con ello. Veía cómo se recluían más y más, sin ánimo de seguir descubriendo nuevos horizontes porque decían no tener edad para eso. Ella pensaba que la inmovilidad, en definitiva, siempre había sido sinónimo de enfermedad.

   Así es como, alojando viajeros de todo el mundo, ella había conseguido la actividad que necesitaba, convirtiéndola en su medicina para seguir dejando atrás al de la guadaña. Como intentando beber un poco de la vitalidad de otros, ofrece a extraños una parte de su casa a cambio de poco dinero y quizás algo de conversación. Y no le importa que a sus allegados no les guste su iniciativa o que terceros se rían del humilde hospedaje que ofrece, pues su único anhelo es tan solo vivir… y esperar la muerte con las botas puestas.

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