La gasolinera

   Cada lunes, miércoles y viernes nos veía venir de lejos, prácticamente a la misma hora. Poco antes del comienzo del atardecer, salíamos del entrenamiento de hockey y tomábamos el camino de retorno a casa. Salíamos de la cancha con nuestros patines y nuestros palos, recorriendo las calles del barrio hasta llegar al punto donde más tarde nos separaríamos:  la gasolinera.

   Ese lugar se convirtió durante un tiempo en algo simbólico para nosotros. Era como un pequeño oasis cuyo autoservicio nos proporcionaba líquido para saciar nuestra sed. Y es que diría que nunca se dio la ocasión en la que todos lleváramos nuestra propia botella de agua al entrenamiento, por lo que al final siempre había que compartirla y acabábamos algo sedientos.

   Y así, mientras nos refrescábamos, nos entreteníamos hablando un rato sentados en la acera, al lado del local. Con nuestros rostros sudados y nuestra inusual indumentaria –creo que todos, menos yo, solían llevar una camiseta de hockey hielo– no dejábamos de ser un grupo un tanto variopinto, pero se me antoja pensar que aquello hacía del momento aún más memorable. Si bien debo reconocer que no alcanzo a recordar el tema de nuestras conversaciones, sí que recuerdo lo más importante: las sonrisas, la buena compañía y la armonía de una amistad inocente. Estábamos simplemente a gusto en una rutina que entonces nos placía; nos unían gustos e ideas similares.

   A veces paso por esa gasolinera sin que me invada ningún sentimiento. Pero otras, como hoy, me vienen en un segundo decenas de imágenes de aquellos años de juegos, hockey y amigos.  Y entonces sonrío porque sé que, si se diera el caso, también ahora disfrutaría con unos momentos tan sencillos y especiales. Y es que, a pesar de que ha pasado ya mucho tiempo, lo recuerdo y puedo sentirlo como si fuera ayer.


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