Un día en el gimnasio

   Lo había estado pensando hacía ya unos cuantos meses. Aunque la decisión ya estaba tomada, cuando me vi por primera vez delante de aquella puerta llena de anuncios de batidos y fotos de hombres musculados no pude evitar preguntarme si realmente había hecho lo correcto.

   Entré al gimnasio con cierto aire de encogimiento. A la derecha se encontraba el mostrador donde uno de los monitores se condenaba a permanecer para atender a los clientes. En aquella ocasión no era el mismo que me informó la vez anterior —éste parecía más centrado en el ordenador que en la propia clientela—, por lo que le mostré mi tarjeta de socio para que verificara mi identidad. Tras una mirada efímera e indiferente al carné, se limitó a asentir levemente para volverse otra vez hacia la máquina en la que, presumiblemente, se encontraba trabajando. Proseguí, pues, mi tímida andadura, adentrándome en el largo pasillo de máquinas, pesas y bancos de abdominales.

   Tras una rápida ojeada a la maquinaria que ofertaba el local, me subí en una de las bicicletas estáticas para comenzar a calentar. Justo delante yacía, sobre un banco de pesas, un tipo que se dedicaba a hacer ejercicios de pecho en barra. Tras cada serie se levantaba y se acercaba al espejo para observar al detalle sus progresos. Su ajustada camisa de tirantes le permitía lucir en el hombro derecho un tatuaje tribal que quizás no destacaría tanto en un brazo menos musculado. Por sus ropas y su peinado deduje que era un tipo al que le gustaba ir a la última. Y, entre una cosa y otra, llegué a la conclusión de que la motivación de aquel personaje para asistir diariamente al gimnasio no podía ser otra que la de la evidente superficialidad en la que había decidido basar su forma de vida.

   A mi lado pedaleaba con un ritmo nada despreciable un señor que rondaría los sesenta años. En este caso su indumentaria era bien diferente: unos viejos calcetines subidos por encima del tobillo, deportivas de marca desconocida y una modesta camisa de propaganda con un logo prácticamente borrado. Dada su fuerte concentración en la tarea, exteriorizada por una mirada fija casi psicópata y algún que otro resoplido, aún siendo mi primer día podía adivinar que la actitud de aquel señor era incluso más constante que la del mozo anterior. Me dio la sensación de que, si bien no parecía un tipo que de joven dedicara muchas horas a ejercitar su cuerpo, después de viejo había sabido coger el gusto por la actividad física. Quise suponer entonces que lo que buscaba aquel individuo en aquel lugar no era otra cosa que conservar su salud por muchos años más y, quién sabe, recuperar los años perdidos.

   Al fondo de la sala podía divisar un grupo de cuatro amigos que ocupaban por lo general dos máquinas para realizar sus ejercicios. Vestían unas mallas que me hicieron pensar que probablemente se tratara de atletas. Lucían unos cuerpos musculados pero menudos, fuertes pero también rápidos, llevando a cabo sus ejercicios cabalgando entre las risas de unos y la disciplina de otros. Aquellos tipos parecían estar realmente en forma. Aún sin saber exactamente qué es lo que me había movido a estar en aquel lugar, pude suponer que podrían representar un cierto parecido con el objetivo que me hubiera gustado alcanzar. Ahora bien, comparar sus esbeltas figuras con mis amplias curvas de la felicidad acabaron por robarme gran parte de la poca motivación con la que instantes antes me había presentado.

   Así permanecí, montado en mi bicicleta estática, observando la gran variedad de personajes que pululaba a mi alrededor e intentando adivinar las razones que podían llegar a motivar a cada uno de ellos; no se me ocurría ninguna otra forma de combatir el aburrimiento que aquel ejercicio comenzaba a inspirarme. Para entonces había calculado que llevaría pedaleando aproximadamente una media hora, justo el tiempo que el monitor me había recomendado para bajar los kilos que me sobraban. Poco me duró la alegría. Bajé la mirada y observé atónito cómo el display de la máquina aseguraba, por contra, que tan sólo habían pasado diez escasos minutos. Pero ya no había ningún criterio ajeno que valiera. Por mucho que dijera la dichosa máquina o la propia tabla que me confeccionaron, me convencí a mí mismo de que, en cualquiera de los casos, para ser el primer día de gimnasio había tenido más que suficiente. Y salí con mi menuda y modesta figura tan encogido como había entrado a través de aquella misma puerta, plagada de anuncios de batidos y hombres musculados, por la que apenas veinte minutos antes había entrado.

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