Carta a S.M.P.


  Lo primero que me siento obligado a hacer antes de escribir nada es pedirte disculpas. Pedirte que me perdones por no haber redactado esta carta antes, hace ya casi dos años, cuando dejé pasar los días en vano sin revelarte lo importante que fuiste para mí.

   Por alguna razón que no alcanzo a comprender, adoro cuando, de manera espontánea, mi cerebro decide guardar el recuerdo exacto de ese primer encuentro que acontece cuando te topas con alguien que, sin saberlo, te va a acompañar durante un pequeño tramo de tu vida. Verdaderamente hay muy pocas personas en mi vida de las que pueda decir que conservo esa primera imagen intacta en mi mente. Y tú, aún desconociendo qué fenómeno es el que hace que eso suceda, eres una de ellas.
  Soy capaz de verte allí, en nuestro primer día en el barracón, valorando qué taquilla estaba en mejores condiciones para mantener tus pertenencias a salvo de tanto desconocido. Me llamó la atención tu rostro sereno y deseé estar tan seguro de mí mismo como lo estabas tú en aquel nuevo y hostil lugar. Sospeché que debías tener más o menos mi edad —pensé que probablemente serías algo mayor que yo— y eso me hizo sentir un poco más seguro. Intercambiamos un par de palabras cordiales —saludo, procedencia, destino elegido y poco más—, tras lo cual pude darme cuenta de que posiblemente no serías ningún malaje de los muchos que pululaban por el resto de las camaretas. No obstante, si bien yo también pude caerte bien en aquel primer encuentro, podría adivinar que durante aquella noche cambiaste de opinión al sufrir las consecuencias de dormir en la misma litera que alguien que se mueve tanto como yo.

   Pasaron unos primeros días de stress y nuevos conocimientos sobre el oficio al que ambos habíamos decidido dedicar nuestras vidas. Tras las duras jornadas de instrucción solíamos reunirnos en el patio para contarnos las aventuras y desventuras acaecidas durante el día, bromeando a veces sobre lo adelantados que íbamos en nuestras respectivas secciones. Pero hablábamos, sobre todo, de nuestro pasado, de las razones por las que habíamos decidido llegar hasta allí y de las ilusiones puestas en un futuro que entonces resultaba ser demasiado perfecto. Y es que, aunque repitiéramos mil veces el mismo tema de conversación, eran tantas las esperanzas que habíamos depositado en nuestra arriesgada decisión que jamás llegamos a cansarnos de hablar siempre lo mismo. No sé si lo que nos llegó a unir más fue nuestra mutua idea de elegir como destino aquél lejano lugar del Pirineo o la afinidad que parecía haber entre nosotros, pero lo cierto era que nuestro vínculo comenzaba a ser, a las pocas semanas, bastante fuerte.

   Siempre fuiste mucho más duro que yo. Para una frágil personalidad como la mía, una situación como la que allí vivíamos un día tras otro menguaba cada vez más el intenso fuego con el que había llegado. Y tú supiste siempre animarme, apoyarme y consolar mis emociones. Ya fuera sentados en algún banco del patio de armas —bajo la preciosa puesta de sol extremeña—, escapando al campo y a los pueblos en inolvidable fin de semana o incluso invitándome a tu casa haciéndome sentir como en la mía propia —mi hogar quedaba demasiado lejos como para ir sólo dos días—, siempre agradeceré tus sabias palabras y la mera observación de tu comportamiento ejemplar. Pues para mí tu entereza y ademanes fueron siempre unas virtudes que admiré con fervor; a pesar de no ser mucho mayor que yo, sí que tenías muchas más experiencias que nunca te negaste a ilustrar con la mejor de las intenciones.

   Me enseñaste, como digo, entereza y saber estar. Aspectos que no sólo me ayudaron en el oficio, sino también fuera de él. Aprendí a disfrutar realmente de mi tiempo de ocio, a darle importancia al vínculo familiar, a que siempre es bueno tener cierto estilo que te caracterice e incluso a tratar de mejorar mi deficiente habilidad para el flirteo. Muchos podrían pensar que ésta no es más que una gran ristra de banalidades, pero sin embargo puedo decir que para mí fueron importantes en aquel momento. Se me ocurre que si tuviera que resumirlo todo la base residiría en que aprendí, en definitiva, a ser más detallista; que los detalles, por muy ínfimos que fueran, podían llegar a ser muy importantes en la vida. Y cierto es que aún estoy en fase de aprendizaje pues, como sabes, me empeño muchas veces en ser demasiado sencillo para ciertas cosas.

   Más tarde llegaría la segunda y más larga fase de nuestra experiencia. Dejamos el calor sofocante de las llanuras extremeñas para adentrarnos de lleno en la otra cara de la moneda: la nieve, las montañas y —yo lo acusé más que tú— el frío. Recuerdo que solía comentar en la mitad de las maniobras que si verdaderamente hubiera sabido con anterioridad lo que significaba esta palabra, jamás se me hubiera ocurrido alistarme en una unidad como aquélla. Pero con el tiempo creo que ambos nos hicimos fuertes y dejamos de tenerle tanto miedo (¡Qué remedio! Aún nos quedaba más de año y medio por delante...).  
  Sabes que para mí el comienzo de esta segunda etapa fue un verdadero martirio. Un fatal revés a lo que mis ilusiones esperaban de aquel lugar; era, en definitiva, un error más en mi ya un tanto alocada vida. Quisimos, de hecho, irnos de allí, tal como la mayoría de los 'pollos' que llegaban nuevos. Y al comprobar lo difícil que era viste cómo la frustración hizo que mis ojos derramaran más de una lágrima de tristeza y desolación; pero tú seguías estando a mi lado para consolarme. Era como si me estuvieras preparando para lo que pocos meses más tarde sucedería: el momento en que nos separaron de compañía. Muchas veces me pregunto qué hubiera sido de mí de no haber tenido la fuerza que tú supiste inspirarme, pues estoy seguro de que fue un factor clave en mi posterior y exitosa adaptación a la nueva situación que me esperaba.

   Todo esto y mucho más es lo que te debo, mi querido amigo. Y estas palabras no quieren ser más que una humilde muestra de agradecimiento que también te sirvan, en los momentos en los que te encuentres abatido, para recordarte lo mucho que vales y puedes llegar a hacer valer a la gente que te rodea. Porque a pesar de los defectos que puedas tener —y de los que también pude aprender e incluso discutir contigo— las bondades que te caracterizan podrían fácilmente eclipsarlos por completo. Al menos es así es como yo creo que vale la pena recordarte. Porque sabes, tú que me conoces, que si todo esto que te he contado no fuera algo en verdad valioso para mí probablemente ya me habría olvidado de ello a estas alturas.

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