El beso

Sólo hacía falta una mirada para comprender aquello que durante tanto tiempo se ocultaron. Se miraron, pues, aquella tranquila tarde de verano, junto al mar y su suave brisa, en el magnífico escenario de un atardecer de mil colores. Absortos en esa mutua mirada, se observaron cada detalle de sus rostros; cada imperfección, cada línea cuarteada, cada pequeña arruga… sin saber explicar por qué, eran esas pequeñas imperfecciones las que precisamente les llamaban más la atención. Se miraron y el tiempo se detuvo… o fue quizás más rápido que nunca, convirtiendo aquel momento en un acto de suprema placidez, de marcada despreocupación por todo lo que en derredor pudiera suceder. El salitre en sus caras bañadas por las rojizas tonalidades del ocaso dejó de existir y el sempiterno ruido del mar golpeando el rompeolas ya no se oyó más en aquella laguna temporal creada por esa dulce mirada.

Y las palabras, sobraban. Sobraban porque no había nada que decir cuando todo estaba ya escrito en aquel trance de infinitas sensaciones. Sintieron entonces cómo algo corría brutalmente por entre sus venas cada vez con mayor fuerza, subiendo hasta el pecho casi con furia y desesperación y creciendo hasta un punto álgido en el que el rostro del otro desaparecía a medida que cerraban casi inconscientemente los párpados, con mágica y exquisita compenetración. Y fue inevitable -no pudiendo ser de otra manera- cuando en ese punto álgido dejaron de ver y empezaron a sentir en sus labios la ardiente intensidad de su primer beso.

No hay comentarios: