Razones para no marcharme

Porque
me ayudó en mis primeros pasos; 
me instaba a no cruzar la calle justo donde hacía curva: podía pillarme un coche;
a pesar de mis lágrimas y berrinches, me obligó a ir ese lugar donde yo y otros niños aprendíamos a contar. Luego no lloré más;
nunca tuve un castigo severo, ni siquiera cuando rompí aquel cuadro; 
Porque siempre consoló mi tristeza.
Porque una vez tuve los mejores patines y el mejor stick del parque.

Porque
me llevó a un estudio fotográfico y nos sacamos unas cuantas fotos, yo ataviado con un disfraz ridículo, pero encantador;
cuando había excursión, siempre me hacía un gran bocadillo de tortilla de papas. En mi pequeña mochila vaquera apenas cabía nada más, y no dejaba que la tortilla se enfriase;
me decía que debía estar en casa a las ocho, pero yo sabía que si me estaba divirtiendo y avisaba, siempre podría jugar un poco más.
Porque cuando aún era muy bajo y no alcanzaba el telefonillo, la llamaba desde el patio y me abría el portal.
Porque en mi comunión hube de lucir un traje color salmón que detestaba.

Porque 
tuve juguetes suficientes;
alguna vez dejó que me quedara en la cama y no ir al cole. Por un día no pasaba nada;
de todos mis amigos creo que fui el último que aprendió a bañarse solo, pero nadie lo supo nunca;
me obligó a ir durante un año al conservatorio de música. Por desgracia, más tarde me salí con la mía y no fui más. Ahora no sé tocar ningún instrumento y sin embargo me encantaría;
me regaló varios libros infantiles y rotuló en todos ellos mi nombre completo; eran mis libros y los podía leer cuando quisiera.

Porque ya podría convertirme en el tipo más repugnante del mundo: sé que igualmente nunca me abandonaría.
Y porque me dio la vida, y decidió dedicar la suya siempre en mi favor,
ahora no es momento de marcharme…

El deportista suplementario

   Comenzaré este texto afirmando lo siguiente: el deportista que toma suplementos es un tramposo.
Sé que es un enunciado tan directo como controvertido, y también sé que serán más los que difieran que los que estén de acuerdo. Pero sepan ustedes que, aunque mi intención no es otra que la de expresar mi opinión (notarán también, seguramente, cierta repulsa), lo afirmo y lo afirmaré siempre con la misma contundencia.

   Hay mucho deportista suplementario por ahí. Son personas que hacen algún tipo de actividad física y gustan de optimizar su rendimiento mediante la ingesta de determinados productos. Afirman que toman estos suplementos para ayudar al cuerpo a un desarrollo más óptimo, evitar el desgaste del cuerpo y lograr una mejor recuperación muscular. Alegan que el cuerpo se va quemando y hay que ayudarlo a mantenerse, ya sea con proteínas, vitaminas u otras sustancias que logren optimizar el uso que de la energía hace.

   Por mucho que digan, por mucho que aleguen o intenten esquivar las críticas que algunos nos empeñamos en lanzar, mi opinión personal es que más que estar tomando suplementos —evidente eufemismo de lo que en verdad es—, están haciendo trampas. O, si quieren, las dos cosas. Y si finalmente admitimos que ambos hechos hacen referencia a lo mismo —tomar suplementos y hacer trampas—, podríamos inferir que un deportista suplementario es un deportista tramposo.

   A decir verdad, es posible que el hecho de llamar deportista a algunas de estas personas pueda ser, a tenor del concepto de cada cual, erróneo. Y es que yo creo que la definición de la palabra deportista difiere enormemente de una persona a otra, dependiendo del deporte que ésta practique, lo que el mismo signifique para ella o la filosofía de vida que la persona lleve. Para mí, por ejemplo, el deportista auténtico es aquél que se esfuerza, que consigue sus metas con el sudor de su frente, que persevera con disciplina, que se respeta a sí mismo y al adversario (si lo hay) y que, por encima de todo, cree en la igualdad de condiciones; para mí el deportista es alguien que sigue las reglas, gusta del fair-play y, de manera casi indispensable, disfruta del juego en sí mismo. Bajo este punto de vista, el deportista suplementario es un tanto más superficial que todo eso. Son personas que aparentan haber conseguido cosas que en realidad han conseguido a través de caminos más cortos y a todas luces mucho menos trabajosos. O sea, haciendo trampas. Para ellos, el objetivo —sea cual éste fuere, ya sea la 'operación verano' o conseguir batir una marca— es lo primero y más importante (¡más incluso que el propio juego!), y el camino a seguir para alcanzarlo es secundario. El camino no importa porque, al final, el resultado último es lo que para ellos tiene verdadera relevancia.

   Y por eso yo afirmo que llamar deportista a algunos es muy cuestionable. Aceptaría con gusto llamarlos deportistas tramposos, pero como eso suena demasiado ofensivo sería más dado a usar el ya mencionado término de deportista suplementario. Y ateniéndome a tal adjetivo, diría que el deportista suplementario es aquél que suple al que de verdad se merece ser llamado así: al que no suda creatina ni proteína de whey ni se recupera milagrosamente en un santiamén. El deportista auténtico disfruta del duro camino que ha de recorrer, sin atajos, y gusta del deporte/actividad/juego en sí mismo, haciendo alarde de una gran motivación intrínseca, en contraposición a otras recompensas externas que pudieran obtener; es, en definitiva, cien por cien natural.

   A pesar de todo, en una sociedad de éxitos y objetivos, en la que lo que cuenta es el resultado y no los medios usados para obtenerlo, supongo que es lógico que los deportistas suplementarios proliferen cada vez más y se convierta en lo normal. Sea este fenómeno bueno o malo, sano o perjudicial, moral o no (se me viene a la cabeza si, de haber podido, los griegos en sus gimnasios hubieran dado suplementos a sus atletas...), en fin, sea como sea, esta ha sido mi opinión.



El shock

   Me dijo que todo ocurrió de repente. Vio el relámpago y acto seguido el rayo ya estaba cayendo sobre él. Lo único que le dio tiempo a pensar es que le pilló desnudo, sin tregua… me dijo que ni siquiera le dio tiempo a meditar respuesta alguna. Entonces, cegado por el resplandor, sintió el choque en su pecho: por sus heridas puedo decir que el pobre cayó redondo al suelo. De todas formas, te diré que aquel chico estaba loco… ¡sabía que había tormenta y sin embargo se aventuró a salir! Fue una suerte para él que estuviera pasando por allí. Me dijo que no me preocupara, que tenía la cura en su propio bolsillo, pero necesitaba mi ayuda porque no tenía fuerzas para alcanzarla. Aunque todo aquello me parecía un poco raro, accedí. Se trataba de una simple cápsula, vulgar, sin nada especial. Decía que la había creado él mismo para esos casos, aunque tenía que mejorarla porque su efecto tardaba aún demasiado tiempo en hacerse notar. Me aseguró, de hecho, que con cada shock que sufría  lograba añadir efectividad a su remedio. Por fin se tomó la pastilla y poco a poco fue recuperando el tono. Al rato, después de contarme su experiencia, se despidió muy agradecido y ya no he tenido más noticias suyas. Lo único que conservo de él son un par de esas pastillas misteriosas, que me regaló antes de irse. «No abuses de ellas», me dijo, «pero si un día notas que tu corazón se rompe, tómate una. Te vendrá bien...».

Pensar mucho (y actuar poco)

   Pensar es de sabios. Pensando hacemos un uso excepcional de la inteligencia que nos ha sido otorgada. Pensar, dijo Descartes, es la demostración más evidente de que existimos. De nuestra magnífica naturaleza racional. 

   El ser humano piensa y evoluciona, piensa y soluciona sus problemas, pero también es capaz de perder mucho tiempo pensando. Unos más que otros. Para mi desgracia, creo que me encuentro entre los que usualmente piensan de más… ¡cuánto tiempo pierde uno a veces pensando demasiado las cosas! Y es que el abuso del pensamiento puede llevar a una ofuscación estúpida, en la que los afectados ya no sabemos qué dirección toman las ideas que se tienen. Y al final, por muy brillantes que sean estas ideas, se pierden entre las turbulencias, y uno acaba por actuar más bien poco o a destiempo...

Ensayo (pseudocientífico y locuaz) sobre la charlatanería

   Todos somos charlatanes en algún momento de nuestra vida. Todos. Yo, ahora mismo, probablemente estoy actuando como tal al escribir este texto. Pero sin querer convertirme en otro charlatán más al decir estas palabras, diría que al menos aspiro a no serlo o que lo soy mucho menos que un buen puñado de personas. Charlatán o no, con más razón o con menos, les muestro un pequeño ensayo sobre la charlatanería:

   Los Charlies —así es como un amigo y yo solemos llamarlos— son personas que hablan mucho, saben de todo y creen no equivocarse nunca. Tanto es así que, si se diera el poco probable caso de que eso ocurriera y ellos mismos lo reconocieran (dos condiciones que muy difícilmente se presentarán juntas, en especial la segunda), no tardarían más de medio segundo en inventarse una excusa para dar fundamento a su error. Dirían que ellos se referían a otra cosa, que otros habían expresado mal sus cuestiones o que en el contexto que ellos consideraron tendrían razón: la capacidad de tergiversación del Charlie es ilimitada. 

   Y es que el Charlie comienza su andadura de Charlie ya desde muy tierna edad. Desde muy niño —antes incluso de ser capaz de construir sus primeras frases— se da cuenta de que tiene algo que otros no tienen: la capacidad de esquivar argumentos, de escabullirse con maestría por entre la maleza del lenguaje y la comunicación. Así, empieza muy pronto a poner en práctica las capacidades que genéticamente le fueron concedidas, y no tarda en darse cuenta de que con charlatanería uno puede decir ser o poder hacer casi cualquier cosa. 

   Los Charlies, al principio, saben muy bien que no todo lo que dicen es cierto; pero eso a ellos se las refanfinfla. Se acostumbran a dar consejos sin saber realmente de lo que hablan, se venden como nadie cuando les interesa caer bien a alguien o aprenden a ridiculizar a otros para vanagloriarse ante terceros o ante sí mismos (una característica común a todo Charlie es su exceso de autoestima). Sin embargo hay algunos que, llegados a cierto punto de su vida (el síndrome a veces se hace muy evidente en la adolescencia), comienzan a no saber diferenciar entre la realidad y su propia ficción. Es entonces cuando el Charlie se vuelve aún más charlatán, pues llega a un punto en el que la propia mentira que él mismo crea se la traga. Es el llamado ‘Charlie’s point of no return’, siendo el punto en el cual el Charlie alcanza el súmmum de su charlatanería. En estos casos —más frecuentes de lo que uno podría llegar a pensar— ya no hay vuelta atrás. Al Charlie ya no hay quien lo pare, y sus discursos llenos de garbo alcanzan cotas altísimas de vesania, aunque también de perfección. Tanto es así que, si el interlocutor del Charlie no tiene conocimiento de sus antecedentes charlatanes, y por muy fantástica que sea la historia contada, probablemente será víctima de una gran TROLA. Ambos dos, el Charlie y su interlocutor,  finalizarán la conversación con la total certeza de que los hechos relatados son verídicos. La víctima, ignorante de ella, se quedará ensimismada ante las falsas virtudes de tal figura. Por fortuna las estadísticas cuentan que, en los casos en los que el Charlie sobrepasa el ‘point of no return’, bien sea por contactos futuros bien por advertencias de terceros, la víctima acabaría dándose cuenta de la doble realidad: que la figura no es más que un Charlie y él un simple iluso.

   Por tanto no puedo finalizar estas palabras sin advertir debidamente al lector: tengan cuidado. El mundo está lleno de Charlies sin escrúpulos, muchos más de lo que usted imagina. Su astucia es sublime y sus palabras locuaces siempre guardan una falsa razón. Recuerde: hablarán más que actuarán, le aconsejarán sobre casi cualquier tema que ustedes les pregunten y muy raramente cederán durante una discusión controvertida.

   Así que si observa este comportamiento en una persona o si el susodicho, en vez de usar expresiones tales como “yo creo que”, se expresa con mayor contundencia —argumentando cómo son las cosas más que cómo cree él que son— como si tuviera total conocimiento de causa, no se fie ni un pelo: podría ser víctima de una de sus charlatanerías. Podría estar topándose con un auténtico Charlie.

Miedo humano

Miedo humano a  la vida en sí misma,
al futuro incierto, a un pasado tortuoso;
miedo a un inconformismo perpetuo
y siempre presente,
o a caminar ciego e ignorante, hacia el abismo.

Pudiera tener miedo a los bandidos y a las desgracias
o a un viaje de incierto destino.
No estaría seguro entre multitudes
de viandantes para los que no existo,
entre mercaderes vendiéndome objetos
que no necesito.

Podrían intimidarme los insultos más dañinos,
la mezquindad de unos y el egoísmo del resto;
pero también mis numerosos defectos y errores
o mis debilidades más viles y mundanas.

Mis miedos ratifican mi imperfección humana,
y humano es también el temor al desconcierto;
pero entonces no lo entiendo: ¿cómo es posible
que, contigo, sea más humano y no tenga miedo?

No.
El miedo no es tan grande —¡puede que hasta absurdo!—
junto a la persona adecuada. El miedo no es tan grande
en el calor sincero de tu abrazo.

El fantasma de la abulia

   Un fantasma enmascarado anda suelto. Recorre una y otra vez las calles del barrio, infiltrándose en las casas, inyectando apatía por doquier e importunando a sus habitantes para robar sus energías.

   – Arriba las manos: ¡esto es un atraco! –le dice a una de sus víctimas.

   El transeúnte, que estaba paseando tranquilo disfrutando de una tarde placentera, levanta asustado los brazos.

   – Pero, ¿por qué...?, ¿quién eres? –repone confuso.

   –¿Acaso no me ves? –contesta el fantasma–  Soy la nostalgia... ¡soy el miedo!. Soy la desidia que te invade en los momentos depresivos, y la melancolía en tus estados de añoranza. Mi sino es vagar atracando y paralizando a las personas débiles, aunque también disfruto atentando contra las personas excesivamente felices; es fácil dejar pasmados a esos idiotas, pues siempre se quedan pensando en los recuerdos bellos del pasado.

   –¿Y qué quieres de mí, tú, que vas enmascarado cual vulgar atracador de bancos? No tengo dinero ni joyas, no tengo nada que darte salvo mis esperanzas y mi vida propia.

   –¡Eso es, de hecho, lo que más me gusta! –exclama entre risas sardónicas–: robar vidas, paralizarlas en el tiempo para que no puedan seguir avanzando… –añade mientras se frota las manos en gesto de victoria. La víctima, sin embargo, se da la vuelta y se aleja con repentina tranquilidad. 

   –Pero, ¿adónde crees que vas? –el fantasma queda indignado al no dar crédito a tal reacción ¿no entiendes que esto es un atraco? ¡Arriba las manos he dicho! 

   El transeúnte se vuelve nuevamente hacia el fantasma, y se dirige a él ahora con total sosiego. 

   –Te recuerdo –asiente con la cabeza en un gesto de confirmación. Ahora sé quién se esconde tras esa máscara. No es la primera vez que me dejas pasmado, con los brazos en alto, mientras dejo que me robes las ilusiones del futuro. Sí... no hay duda, ¡eres el fantasma de la abulia!, que has vuelto a la ciudad para saciar tu sed. Pero he aprendido y han dejado de interesarme tus sermones y tu demagogia para evitar mi avance; ahora sé que tú no eres más que basura, y por eso me voy sin escucharte. Adiós.

   El fantasma, llevo de rabia, corre hacia el transeúnte e intenta retenerlo por la fuerza, pero su consistencia volátil hace que atraviese el cuerpo de su víctima, cayendo de bruces contra el suelo. El transeúnte, ahora de pie frente al maltrecho fantasma, deja escapar cierta sonrisa al observar la lastimosa situación en la que éste se encuentra.

   –Me temo que ahora eres tú el que no entiende, fantasma de la abulia. He dicho que he aprendido, y sé que no puedes obligarme a detenerme si no quiero. ¡Desiste! ¿Es que no puedes ver, como yo, la obviedad de la situación?

   –¿Qué obviedad…? ¿Qué… qué te resulta tan obvio, maldito? –pregunta encolerizado.

   –Pues que yo existo y padezco, y también razono, siento y aprendo. Y sin embargo tú… pues eso... –se encoje de hombros y, mientras se aleja definitivamente, añade–: tú no eres más que un fantasma...