Escape

   Corría. Era lo único que era capaz de hacer en aquel momento. Correr sin pensar, sin saber de dónde venía ni adónde se dirigía, gastando toda esa energía (quién sabe de cuántos Newtons estaremos hablando) que tenía acumulada. No sabía si corría a la caza de alguien o si acaso huía de algún perseguidor, pero lo cierto era que jamás había sentido tanta fuerza en sus piernas: la noche era suya.

   Todo había comenzado con un gran sprint. No había más comienzo que ése, y ahora no había quien lo parara. Ni siquiera él mismo, de haber querido, hubiera podido contenerse. Corría solo. Corría solo por las calles, avenidas, callejones y demás rincones de alguna gran ciudad que ni siquiera conocía. Y en la soledad que daba la nocturnidad del momento, solamente algún coche se cruzaba en la lejanía de vez en cuando sin prestarle demasiada atención. Pero él, absorto en su sprint infinito, sentía cómo toda la fuerza que bañaba aquel extraño lugar bailaba al son de sus largas zancadas. Y a pesar de no dominar sobre nada ni sobre nadie, se sintió enormemente poderoso. Quizás porque, precisamente, sabía que en aquel momento no existía nada que lo dominara a él.

   Sin inmutarse vio como, más tarde, se sumaban dos más a su irracional carrera. Resultó pues que no era el único freak de la ciudad, y así quisieron hacérselo entender sus otros dos incansables compañeros. Siguieron esprintando con la misma intensidad minuto tras minuto, y fue por este hecho por el que acabó dándose cuenta, ante la imposibilidad del fenómeno, que aquello no era más que un sueño. Pero era tan magnífico que aún así estaba dispuesto a disfrutarlo al máximo. Y aceleró y aceleró, zigzagueando entre los obstáculos y saltando lo que fuera que se le pusiera por delante, hasta que se vio inmerso en medio de una gran marabunta de hombres corriendo en pos de sus pasos. Y todos huían en idéntico y riguroso silencio. Y todos corrían vigorosamente hacia adelante, sin más, sin un rumbo fijo, ante la impasibilidad de la jungla de cristal en la que estaban inmersos. Nadie —probablemente ni siquiera ellos— podría haber explicado aquel fenómeno inefable.

   Al final, acabaron por separarse. A pesar de lo maravilloso del momento, habiendo tenido la oportunidad de confraternizar —aunque fuera sin mediar palabra— con tantos otros iguales, estaba claro que cada uno tenía que seguir su propio camino: habían comenzado solos y solos debían acabar. Porque, a pesar de compartir un mismo escenario y trasfondo, cada uno de ellos tenía que ocuparse de sus propios asuntos. E intuyendo el final de tan bárbaro sueño, acabó por detenerse; y despertó, plácido, con una agradable sensación de libertad.


                                                                                                                                                                     Papillon - The Editors

Contador

   Aquella era su tercera copa. Había gastado su juventud en hacer todo lo posible para conseguir cada una de ellas; pero aún no estaba saciado. Le quedaban ganas, energías, juventud e ilusión. Seguiría entrenando para poder optar a alguna más. Y aunque los periódicos calificaran su victoria como ‘sufrida’, sólo él sabría decir cuánto. Pues más allá de la carrera estaban las horas y más horas de dedicación, de esfuerzo sobrehumano y de férrea autodisciplina. Horas en las que tocaba sufrir en silencio, de pensamientos trucados para olvidar la monotonía inevitable. Con piernas de hierro y voluntad de acero no se dedicaba precisamente a dar patadas a un balón con sobrevalorada destreza. Lo suyo, aunque menos célebre y mucho menos remunerado, era en verdad algo un tanto más duro: él era ciclista. Un deportista con mayúsculas. Y uno de los mejores.

Viaje insípido

   «Opino que  no por viajar más lejos te vas a traer mayores y mejores experiencias. Yo creo que podría viajar a otro pueblo del interior o a la isla de enfrente y sentirme más auténtico que viajando a las antípodas». Eso era algo que solía decir antes de este último viaje. Y ahora, tras el mismo, no puedo hacer otra cosa más que corroborar mis palabras.

   Algunas personas, durante los días antes del viaje, me preguntaban si estaba nervioso. Yo les decía que no, que si bien era algo que solía ocurrirme inevitablemente en otras ocasiones, en aquélla no podía negar que no sentía sino una indiferencia inexplicable.

   Nunca había llegado tan lejos. Era el viaje más largo que jamás había hecho. Íbamos a ir, nada más y nada menos, que a Tailandia (y, al final, a algún otro país alrededor). Y sin embargo, tras haber vuelto, no puedo más que decir que me encuentro aquí sentado queriendo escribir algo y sin tener nada que decir. Casi tan indiferente como en la partida, como si aquello hubiera sido un preludio de lo que el propio viaje me iba a hacer sentir.

   Tampoco puedo menospreciar nada. Sería poco sensato decir que ver y vivir toda esa cultura y formas de vida tan diferentes no me han aportado nada. Aun sin molestarme demasiado en informarme sobre la misma (y eso es algo que me autorepruebo), el simple hecho de observar siempre resulta enriquecedor en un sitio tan lejano. La decepción, por tanto, no viene dada por ese motivo.

   Pues más que escribir sobre estas tres semanas no me veo capaz sino de describir; de escupir palabras con cierta ilusión, sí, pero no con la emoción que desearía. Porque en el fondo más que un viajero me sentí siempre como un turista acomodado en simple viaje de placer. Y perdónenme si quizás hablo demasiado y sin mucha sustancia, pero yo creo que busco algo más que eso. Perdónenme también si tampoco les permito que me pregunten qué es exactamente lo que busco, porque admito que no sabría responderles.

   Y que me perdonen igualmente mis compañeros de travesía, pero he de decir que, si bien los buenos amigos pueden hacer el viaje mucho más divertido y suponer un apoyo incondicional en ciertos momentos, definitivamente no hay nada como atreverse a viajar en solitario...