De cómo conocí a Guanchito


Caminando por las áridas pero encantadoras tierras de Agüimes, allá por su pequeña montaña, estaba, recostado y vigilante, el que fue a partir de aquel momento mi leal compañero de caminata en aquél caluroso día. Así estaba él, quizás medio adormilado por el duro sol de mediodía del sudeste de la isla, en la entrada de una cueva aborigen que tenía interés en visitar. Al verme aparecer -diría que yo me di cuenta de su presencia antes que él de la mía- quiso gruñirme un poquito, pero pronto se le acabó la vena hostil puesto que al minuto ya se estaba revolcando para que le acariciara.

Después de visitar la cueva y emprender nuevamente mi camino, me encontré con el problema de que este pequeño renacuajo no se despegaba de mí. Quise asustarlo para que no lo hiciera, puesto que llevármelo no podía ser y, además, no podía estar del todo seguro de que estuviera abandonado. Así que dejé que me siguiera un poquito -lo hacía a unos cincuenta metros después de los espantos que le di- porque, en realidad, poco más podía hacer. Nunca imaginé que un perro tan pequeño pudiera caminar tanto como lo hizo él. Yo quería que acabara despegándose de mí y que siguiera ahí detrás al mismo tiempo. Sí, era eso último lo que esperaba cada vez que miraba hacia atrás y me paraba hasta verlo aparecer nuevamente, tenaz, intentando seguir mi ritmo. Y no era fácil en aquella pequeña montaña, ya que el viento de la zona era muchísimo más fuerte a aquella altura y el terreno no era el más adecuado para unas patas tan cortas. Andando a contraviento, sus orejitas siempre estaban plegadas hacia atrás y él, aunque pequeño, intentaba agazaparse aún más para notar menos el intenso soplo que no quería acabarse.

Sin darme cuenta me desvié ligeramente del camino llegando a un saliente donde Eolo parecía querer soplar más que en ningún otro sitio. Tanto, que cuando me di la vuelta y llegué al desvío que debí tomar me di cuenta de que Guanchito no me seguía y que , probablemente, se había quedado en aquel pequeño socavón en el que se había metido para resguardarse. La sensación en aquel momento fue igualmente doble. Alivio por saber que había dejado de seguirme y desilusión por lo que en el fondo quería. Recordé inmediatamente el amasijo de huesos que había al lado, en otro pequeño agujero en la ladera, pequeñitos como los de él y, a tenor de su blanco color, quién sabía si relativamente recientes (sin tener ni idea del tema, esa fue al menos mi impresión). Y no, ¿quién sabía si a Guanchito le esperaba un destino como aquél si lo dejaba en ese lugar? No, no podía hacerlo, así que decidí al instante que debía ir en su rescate. Estaba efectivamente allí, resguardado de las fuerzas de la naturaleza y algo asustado. Lo cogí y lo llevé conmigo hasta el ya cercano pueblo.

A partir de ahí me encontré con muchas personas a las que les contaba que me lo había encontrado, a las cuales le preguntaba si lo conocían, o simplemente qué opinaban. Todos coincidían en que era muy gracioso y que, por qué no, debería quedármelo. Otras personas al cruzarse con él simplemente sonreían. Y fue así como, poco a poco, empecé a pensar que tal vez no sería tan mala idea esa de llevármelo a casa. Aún faltaba algo de camino por recorrer, y llegamos a la costa y a una playa donde seguíamos encontrándonos con personas que no podían evitar mirar con cariño esas orejas puntiagudas que se acercaban rítmicamente desde el horizonte.

Estaba decidido. Y el hecho de que hubiera que meter clandestinamente a Guanchito en la guagua para volver a casa era secundario: tenía una mochila y él era lo suficientemente pequeño como pare meterse sin que nadie se tuviera que dar cuenta. Una pareja que me encontré y que se mostraron encantados me ayudaron y al poco tiempo estaba de vuelta a casa. Hoy, unos días después, Chito sigue sus pasos por aquí y no parece quejarse. Ciertamente, se está ganando rápidamente las papeletas para que le adoptemos.

Inmadurez

[Qué pregunta tan absurda, qué duda más irracional]

Me pregunté una vez,

en la dulce soledad de mis pensamientos,

si ahora mismo estarías siendo feliz.

Si realmente crees que lo fuiste alguna vez.

Y si esa vez, si es que la hubo, fue junto a mí.


[Las cuestiones que me planteo son injustas, inmaduras]

Me pregunté en una ocasión

si ya habrías llegado a ser quien te proponías ser

O si al menos estarías ya en camino hacia tu ansiado propósito

Si acaso comenzaste a hacerlo en aquel, nuestro último día,

cuando yo partí


[Porque dura por fuera, blanda por dentro]

Me lo pregunté alguna vez

Y seguí haciéndolo más, y más

Y me pregunto ya mismo, en reiterada ocasión,

si es que tal vez hubo momento -tan solo uno-

en que habrás pensado en mí

…Y si un día tuviste a bien desearme lo mismo


[Sé que tú, como yo, lo sigues queriendo]

Pero siendo consciente de lo que digo

Si por casualidad fuera cierta

La fantasía que describo

Me causaría gran desasosiego…


[Sigues queriendo lo mejor para mí]

Pues en el lugar donde estoy

Al preguntarme alguien qué es lo que hago

Me respuesta sería muda

Y ni siquiera sabría qué decir.


Y qué pregunta tan absurda, qué duda más irracional

Las cuestiones que me planteo son injustas, inmaduras

Porque dura por fuera, blanda por dentro

Sé que tú, como yo, sigues queriendo

Al igual que la tuya propia, mi felicidad






El beso

Sólo hacía falta una mirada para comprender aquello que durante tanto tiempo se ocultaron. Se miraron, pues, aquella tranquila tarde de verano, junto al mar y su suave brisa, en el magnífico escenario de un atardecer de mil colores. Absortos en esa mutua mirada, se observaron cada detalle de sus rostros; cada imperfección, cada línea cuarteada, cada pequeña arruga… sin saber explicar por qué, eran esas pequeñas imperfecciones las que precisamente les llamaban más la atención. Se miraron y el tiempo se detuvo… o fue quizás más rápido que nunca, convirtiendo aquel momento en un acto de suprema placidez, de marcada despreocupación por todo lo que en derredor pudiera suceder. El salitre en sus caras bañadas por las rojizas tonalidades del ocaso dejó de existir y el sempiterno ruido del mar golpeando el rompeolas ya no se oyó más en aquella laguna temporal creada por esa dulce mirada.

Y las palabras, sobraban. Sobraban porque no había nada que decir cuando todo estaba ya escrito en aquel trance de infinitas sensaciones. Sintieron entonces cómo algo corría brutalmente por entre sus venas cada vez con mayor fuerza, subiendo hasta el pecho casi con furia y desesperación y creciendo hasta un punto álgido en el que el rostro del otro desaparecía a medida que cerraban casi inconscientemente los párpados, con mágica y exquisita compenetración. Y fue inevitable -no pudiendo ser de otra manera- cuando en ese punto álgido dejaron de ver y empezaron a sentir en sus labios la ardiente intensidad de su primer beso.