El mundo al revés

A veces siento que soy egoísta, que no miro por los demás y que sólo soy capaz de velar por mi interés. Pero al pensarlo bien también descubro que no hago más que ser como el resto de la gente y que en el fondo todas las personas han de comportarse así para seguir adelante. Me siento entonces aliviado.

En otras ocasiones se me hace evidente que lo que debo es pensar más en mí, sin dar tanta importancia a lo que puedan sentir o padecer los demás. Porque cuando me doy cuenta de que es eso lo que estoy haciendo, a pesar de estar haciendo lo que realmente creo correcto, me siento al cabo un tanto imbécil y fuera de lugar.

Y si con lo malo me siento aliviado y con lo bueno a veces imbécil, entonces... ¿en qué mundo estoy viviendo?

Can't say goodbye

No, aún no
aún no puedo decir adiós
todavía queda mucho por recorrer
para llegar al fin ser
el ideal que está en mí
en lo que me quiero convertir

No, no es momento de detenerse
no decaer, no decaer
seguir con paso firme el camino
sin admitir la derrota insistente
y haciendo eco de mi destino

No, ahora no
ahora no puedo rendirme
debo sin dilación avanzar; más y más
¡más y más fuerte!
y, otra vez, volver a levantarme
Porque aún no es el final

No... aún no puedo decir adiós

Tan fuerte como el mar

No era el primer desamor al que Lucía se enfrentaba. Sentada en el mismo banco en el que desde hacía años solía hacerlo, sola o acompañada, para contemplar la majestuosidad del océano, permanecía inmóvil pensando en su soledad. Él la había dejado y ella ni siquiera sabía por qué. Aunque aquella relación apenas había comenzado la verdad era que tenía puestas muchas esperanzas en que saliera bien: aquel chico realmente le gustaba; pero por alguna razón él no quería verla más.

Pensaba en todas las personas que se habían sentado con ella en aquel mismo banco y en todas las ocasiones en las que permanecía allí con la única compañía del océano. Recordó aquel día en el que, en aquel mismo lugar, oyó cómo a sus espaldas alguien le confesaba que no había otra cosa que deseara más que ser tan fuerte como el mar: incorruptible siempre ante cualquier adversidad. Al girarse para mirar el rostro del inesperado acompañante advirtió, antes mismo que su ya avanzada edad, un dolor tan sumo en su expresión que no pudo dejar de sentir un vuelco en el corazón. Aquella conversación no siguió con más palabras, sino con una intensa y fugaz mirada entre ambos. Lucía supo al instante que aquel hombre tenía un gran dolor en el corazón y temió sentirse algún día tan desdichada. E intentó a partir de ese día, a imitación del buen hombre, ser tan fuerte como el mar.

Desde entonces era ese recuerdo el que siempre le daba fuerzas para seguir adelante. Sabía que únicamente la vida podía enseñárselo con el tiempo, pero estaba segura de que desde aquel día y aquella meta que se había propuesto se sentía menos vulnerable. Y es que era consciente de que ese océano siempre estaría allí con ella y que cuando consiguiera alcanzar aquello que el viejo tanto deseaba ella misma se convertiría en el mar. Entonces ya nada podría herirla. Porque las personas que pasaran por su vida serían como los navíos que iban y venían surcando su indestructible e inseparable aliado. Y al igual que éste tiene puertos por doquier, ella siempre dejaría lugar para ese esperado barco que algún día atracaría sinceramente en su corazón.

En la Gare de Lyon

En la sala de espera de la Gare de Lyon yacía, tumbado en el suelo entre los numerosos bancos, un individuo que por fortuna no se trataba de nadie menesteroso. Tras una larga noche en vela y al aire libre Ruymán trataba de pegar ojo en el lugar más cálido que pudimos encontrar aquella mañana. Teníamos la esperanza de que en nuestra última noche en París, a pesar de ser miércoles, íbamos a encontrar una buena zona de fiesta para pegarnos una memorable juerga parisina, pero resultó al final que, al menos en los sitios donde estuvimos -y que por otra parte no fueron pocos-, no había tan deseado ambiente. Así que tras unas cuantas cervezas en algún que otro pub acabamos vagando por las calles en una de aquellas últimas noches de invierno.
Aunque el frío no era en exceso intenso no podíamos decir que estuviéramos tan a gusto como cuando andábamos por las solitarias calles nocturnas de nuestra pequeña gran ciudad de Las Palmas de Gran Canaria, por lo que casi instintivamente aceleramos la marcha para ayudar al cuerpo a entrar un poco en calor.

Y ahí estábamos los dos, bajo una luna casi llena que luchaba por dejarse ver entre las numerosas brumas del cielo, caminando con paso firme a altas horas de la noche por las preciosas calles de la capital francesa. Sabíamos que aquello no era nuevo para nosotros. Transitar nuestra ciudad de noche siempre nos causó gran placer, resultando que aquel fin de las vacaciones no podía haber salido mejor a pesar de la inexistencia de aquella discoteca que esperábamos encontrar. Pues las calles de París nos brindaban, miráramos a donde miráramos, hermosos lugares como pocas ciudades son capaces de ofrecer. Y si bien las horas pasaban impertérritas una tras otra como es su costumbre hacer, las buenas sensaciones apenas nos dejaban oír las continuas quejas de nuestros pies para que nos paráramos de una vez.

Así que aunque no llegáramos finalmente hasta la torre Eiffel antes del amanecer para poder contemplarlo desde allí -lo cual se convirtió luego en la razón de ser de nuestro acelerado paso-, yo creo que no podíamos pedir nada más. Y aunque medio destruido en la sala de espera de la Gare de Lyon, diría que Ruymán tampoco.

Desdichas ajenas.

Paseaba plácidamente por las transitadas calles de Jaca en la tarde noche de un sábado que brindaba una temperatura muy agradable para un dos de marzo en esta ciudad. Escuchaba en la radio una emisora que emitía en aquellos momentos una música que contribuía a mejorar el buen paseo. Inmerso en los pensamientos que tal situación me inspiraban, pasé de largo a una mujer ya algo mayor que mendigaba sentada en una pared cuya única compañía era un ridículo molinito que ella misma habría fabricado. A pesar del bullicio, la señora probablemente seguía sintiéndose tan sola como cuando lo estaba realmente. Y, como digo, pasé de largo a la pobre señora sin prestar demasiada atención hasta que diez metros más tarde me paré en seco en medio de la calle a reflexionar sobre algo que ya antes había pensado alguna vez. Pensé nuevamente en aquellos tiempos cuando, sin apenas tener dinero, solía ser solidario entregando alguna moneda suelta a algún mendigo de mi ciudad. Y en que hace ya algún tiempo había perdido esa sensibilidad por aquellos que más lo necesitan. Sabía que me había vuelto más rácano desde que empecé a ver en mis manos más dinero del que acostumbraba a tener y me di cuenta de que es algo relacionado con otra cosa de la que en estos últimos meses he sabido: parece que entre mejor nos van las cosas a las personas peor somos capaces de darnos cuenta de las miserias de los demás.
Tras esos segundos de reflexión me di cuenta de que ya era hora de cambiar y volver a lo que era: saqué la cartera, me di la vuelta, recorrí los diez metros que me separaban de ella y entregué a la señora una moneda en su vacía cestilla. Era irónico -si bien fiel reflejo de la realidad- ver la vacía cesta en una ciudad de gente adinerada como ésta. La mujer me miró y vi en sus ojos tal sinceridad en su agradecimiento, en las gracias que me dio, que noté ese pinchacillo en el corazón recordándome lo injusto que era el mundo. Con sus reiteradas palabras de agradecimiento y su mano puesta en el pecho para enfatizarlo me hizo sentir profundamente satisfecho de mí mismo. Sé que así es como debo y deseo ser y no quiero cambiarlo. Ese pinchazo en el pecho y ese pequeño dolor que sentí al captar por momentos su miseria me ha vuelto a abrir los ojos y descubrir que no es justo olvidarse de las desdichas de las personas. Ni justo ni ético.